Yolanda Vallejo - HOJA ROJA
Casandra en las redes
Dice la mitología que Casandra era la hermosísima hija de Hécuba, a la que un despechado Apolo escupió en la boca, despojándola del don de la persuasión
Dice la mitología que Casandra era la hermosísima hija de Hécuba, la madre coraje de Troya, a la que un despechado Apolo escupió en la boca, despojándola del don de la persuasión. De manera que Casandra, que se manejaba muy bien en las redes de la profecía, dijera lo que dijera –y decía bastante- carecía de credibilidad ante la sociedad. Loca, fabuladora, incómoda, molesta, hizo gala durante toda su vida de la etimología de su nombre «la que enreda a los hombres». Ignorada por todos, murió aislada y acompañada del silencio. La nueva Casandra –Cassandra Vera– también se manejaba muy bien en las redes, en las redes sociales, y aunque como a su tocaya, le hacían poco caso, colgaba y compartía sus oráculos, ajena al castigo de los dioses virtuales que controlan el olimpo de Internet. Y así, repitiendo el mito, castigada por lo que ella misma consideraba una chiquillada, Cassandra ha caído en su propia trampa y ha perdido toda capacidad de persuasión.
Porque, efectivamente, la sentencia que la condena a un año de prisión, siete de inhabilitación y la cuenta del juicio, por el delito de humillación a las víctimas del terrorismo, que conllevan esos trece tuits en los que contaba chistes -¿chistes?- sobre Carrero Blanco puede resultar excesiva, además de algo caduca -¿burlas de Carrero Blanco a estas alturas?- pero también es cierto aquello de que uno es esclavo de sus palabras. Y las palabras de Cassandra estaban ahí, volviéndose contra ella misma.
La pobre Cassandra lo va a tener muy difícil para dedicarse a la que dice que es su vocación, la docencia; y no solo por esos años que la inhabilitan para la función pública, sino por sus tuits dedicados a la infancia, -al mejor estilo de Tamara la del cuarteto del Gago- «odio a los niños» –también escribió «odio a los heteros», mire usted por dónde y ni siquiera sé cómo interpretarlo-, o «cuantos más niños veo, más asco me dan». En fin. Definitiva y afortunadamente, la nueva Casandra tampoco tiene el poder de persuasión. Mucho menos cuando tras el juicio, considera que se le ha faltado el respeto por tratarla en el género masculino que aparece en su DNI. Porque Cassandra, se dio cuenta de que era Casandra hace tres años, y la lentísima administración la tiene aún condenada a convivir con su pasado. Ella se queja de transfobia y de que el fiscal intentó atacar «mi identidad sexual». Sería más lógico pensar que el fiscal se dirigía a la persona acusada según los datos que constan en la documentación legal que presentaba esta persona. Pero, claro, decir eso a estas alturas, es una incorrección política. Lo que mola es decir que a Cassandra Vera se le ha humillado -¿no era ella la que había humillado?- y opinar lo contrario es una ofensa como una catedral de grande, porque esta sociedad es intolerante e irrespetuosa con el prójimo. Ya lo sabe. Si yo lo insulto a usted, es libertad de expresión –o un chiste, que dicen ahora-, pero si usted me insulta a mí, prepárese, porque le podré acusar de cualquier «fobia», habida o por haber. Y todo el mundo se pondrá de mi parte.
Las voces que gritan en el desierto de Cassandra dicen «que se le ha negado la posibilidad de defenderse bajo su verdadera identidad». Una identidad que no consta legalmente, más que en la apariencia física de esta frágil mariposa que aún no ha completado su metamorfosis. No hace falta que confundamos más a las churras con las merinas, porque al final, cuando venga el lobo se las va a comer a todas.
Se llama ley del embudo. Y es la ley que menos modificaciones ha sufrido a lo largo de la historia, tal vez porque su aplicación ha sentado una jurisprudencia de lo más interesante. Le pondré un ejemplo más casero, más propio del día, para que lo entienda.
A mí el mundo cofrade me trae sin cuidado. Me interesa desde una perspectiva sociológica, y sobre todo, como aplicación práctica del principio de incertidumbre de Heisenberg. Tiene algo de imprevisible, salvaje y caótico, que me divierte, y mucho. En la misma medida que me interesa el mundo del carnaval, y muchísimo más que el mundo del Carranza. A cada C, lo suyo.
Ahora bien, quizá porque me crié cuando la democracia en España aún estaba virgen, los tres mundos me merecen el mismo respeto, el mismo. Reírse de los capillitas es muy fácil, burlarse de sus trajes de Eutimio, de sus imposturas sevillíes, de su afectación absoluta, no tiene mérito. Ninguno. Mucho menos cuando el embudo tiene la parte ancha anclada en la Semana Santa. Los chistes -¿chistes?- sobre 'el carnaval de los curas' están ya muy antiguos y muy usados. Lo del «santísimo cristo azotado en el ateneo» y cosas por estilo ya se decían cuando yo estaba en COU –hace tanto.
La libertad de expresión, que es la expresión más perfecta de la libertad, no es reírse del que está enfrente porque piense diferente, o porque uno piense diferente del que está enfrente. Es ese fino equilibrio entre tu bandera y la mía, entre tus razones y las mías, sin perder credibilidad, pero sin tratar de imponer las ideas.
Es difícil, lo sé. A Casandra, la griega, nadie la creía. A la nueva Cassandra Ganemos Móstoles le ha donado tres mil euros.
Cada uno que piense lo que quiera.
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