YOLANDA VALLEJO - OPINIÓN
Las cartas boca arriba
La estructura profunda de la tribuna del alcalde: «No soy capaz de sacar adelante el presupuesto ni de poner de acuerdo a la oposición, así que ¡Dios mío ven en mi auxilio, date prisa en socorrerme!»

No sé si ha sido el anuncio de Mario Casas con la camisa por fuera –cosas de los nuevos tiempos– bajo la pérgola mirador, si ha sido la tribu de Ana Gabriel y sus tentadoras propuestas de crianza colectiva, o si ha sido el quinto aniversario del 15-M –con todo el ‘ubi sunt’ que usted quiera–, lo que me han puesto esta semana el cuerpo muy hippie. Mucho. La lluvia también ayudaba, la verdad, y esa cosa tan austiniana –al fin y al cabo, Jane Austen también era muy hippie– de los acantilados en Santa María del Mar, y la lejana feria del libro bajo la tormenta, han contribuido a alterar mi sentido y mi sensibilidad. El atormentado paisaje victoriano es lo que tiene, que uno se refugia tras los cristales, se pone un poco en modo ‘Summer of Love’, y termina por darle al lápiz y al género epistolar. En el fondo, todos somos unos románticos empedernidos, qué le vamos a hacer.
Y es que aquí donde me ven, tan malaje, tan derrotista, tan negativa... –ponga usted el adjetivo que quiera, que seguro que me viene bien– tengo una debilidad. Me gusta como escribe el alcalde, o como escribe quien le escriba al alcalde –si es que todavía se lleva eso de tener un negro para los menesteres de pluma–. Me conquistó con su discurso de investidura, del que confieso que no recuerdo nada relevante, más que la emoción que me produjo aquello de que Cádiz oliera a pan recién hecho por las mañanas, y me volvió a conquistar cuando se convirtió en cartero del cambio, después de escribir a nuestros amigos los griegos y a nuestros enemigos los bancos. Insisto, me gusta el cómo no el qué, o lo que es lo mismo, me gusta la forma y casi nunca comparto el fondo. Yo soy muy decimonónica para casi todo, y donde se ponga una misiva –a poder ser manuscrita– que se quite lo demás.
Por eso, que el alcalde se dirigiera a su pueblo desde la atalaya de la prensa, con un discurso entre poético y bizarro, pidiendo que le dejen trabajar –que es lo que todos estamos esperando que haga desde hace un año, por cierto– me parece un acto de amor absoluto a sus vecinos y vecinas, paisanos y paisanas. Un acto de amor que no ha sabido interpretarse correctamente, sino que se ha convertido en un capítulo más del drama de enredo ‘Las Amistades Peligrosas’ que tan a menudo representan en los mejores teatros el equipo de Gobierno y su compañía de variedades.
La carta podía ir dirigida a usted, a mí, al PP, al PSOE, a Ciudadanos, a mi vecina Carmeluchi... porque era una carta sin destino y sin dirección –como cantaban las dos hippies de Vainica Doble– y porque las maneras de náufrago y mensaje en la botella, le daban un toque entre desesperado y Robinson Crusoe, que hacían aún más interesantes sus hermosas palabras. No soy capaz de sacar adelante el presupuesto ni de poner de acuerdo a la oposición, así que ¡Dios mío ven en mi auxilio, date prisa en socorrerme!; esa era la estructura profunda de una tribuna que como papel mojado por la lluvia no ha servido para nada.
Porque la contestación prosaica y un tanto acelerada del portavoz del Partido Popular –podría haberla titulado «el concejal no tiene quien le escriba»– y las continuas advertencias de toda la oposición fueron solo las primeras manos de la partida que se jugaba, y sirvieron para que en el pleno extraordinario –sin el dress code de Alcalá de Guadaira– del pasado viernes, se pusieran todas las cartas sobre la mesa. Ahí fue donde se acabó la poesía. «Es lo mejor que hemos podido hacer», dijo el alcalde.
Con la oratoria brillando por su ausencia, lo único que sacamos en claro es que nuestros gobernantes son humanos, toman –o deberían tomar– Lexatín, hacen pipí y hasta se dan consejos a lo Wendy en la isla de Nuncajamás. Un espectáculo tristísimo, porque tenía el sabor amargo de la despedida antes incluso de que empezara el pleno. Sabor a derrota, sabor a venganza, sabor a lluvia que cae en vano porque no renueva la tierra; yo, cuando quiero, también sé ponerme poeta, qué le vamos a hacer.
Sin lirismo alguno, se echaron atrás los presupuestos. No hacía falta ser un lince para anticiparse a la jugada. Todas las cartas estaban marcadas, las del equipo de Gobierno y las de los demás jugadores. No se puede hacer un presupuesto si es la Lechera la que hace los cálculos, como tampoco se puede hacer oposición si es Pedro el del lobo, el portavoz. Y así, con los mismos presupuestos prorrogados desde hace dos años, la ciudad sigue navegando sin un rumbo cierto -éramos navegantes de un mismo tiempo, pero se ve que no de un mismo espacio, señor alcalde-, administrando la misma miseria que nos dejó el anterior equipo de gobierno. La misma ruina llena de goteras por donde entra la lluvia, aunque no llueva.
Las cartas están hechas con letras, y los presupuestos con números. Tal vez por eso nunca lleguen a entenderse, y tal vez por eso, si lo hacen, sea demasiado tarde.