Francisco Apaolaza

Carta abierta a mi contacto de whatsapp

Te confieso que cada invitación a no comprar producto catalán me empuja a salir de noche a una tienda 24 horas y llevarme dos palés de cava.

Si rebotas a mi whatsapp todos los memes que te llegan de la gente y te agradezco que pienses en mí, quizás estoy siendo cortés. De todas las cosas que me ha dado la tecnología, ese chorreo lastimante es de las más prescindibles. No necesito el vídeo del mono con la metralleta, ni el de la puesta de sol en La Concha con algún mensaje sin serif, ni la monería del pollito, menos aún la del gato. Puedo vivir sin el humor de serie, ni el atropello del chino, ni la borrachera del ruso, ni el burro al que levanta el peso de su carro, ni toda esa ametralladora de sorpresa cansada. Tampoco necesito ver al tipo explotando, al que le atropella el tren, al que le dan una paliza, al que salta a la piscina desde el balcón del tercer piso y cae en el bordillo. Hace tiempo que alcancé mi cupo de charcos de sangre por pisar.

Entiendo tu deseo de divertirme, pero salvo los niños gordos, que siempre me cayeron bien, estoy empezando a no encontrarle la gracia a las bromas y, en realidad, me lo paso bastante bien solo. Reivindico el derecho a aburrirme y al silencio. Ya no me ponen tierno ni las señoras desnudas que me mandas. También agradezco el intento por hacerme una persona de bien, pero ruego que desistas. Estoy demasiado instalado en mis errores y todo lo que no es error va camino de la duda. En lo que me quede de vida pienso abandonar casi toda certeza, así que no me mandes más memes simplificando el mundo, ni más análisis obscenos, proclamas totalitarias, xenófobas, filofascistas, ni todas esas noticias y últimas verdades «que nunca leerás en los grandes medios» donde naturalmente no aparecen porque son mentira.

Puedes ahorrar tus energías en hacerme creer que los inmigrantes chupan de la teta de España, los niños refugiados son los suicidas del mañana, todos los políticos son ladrones; los musulmanes, unos terroristas; los catalanes, tontos y los de Podemos, guarros. Y no: en España hay cuatro millones de coches oficiales. Piénsalo tú. Piensa lo que quieras, pero no me lo expreses a mí, porque la única idea que me sugieres es tirar el teléfono al cubo de la fregona.

Puedes ahorrarte también las cadenas de energía positiva, las solicitudes para firmar una causa de sobreexcitación solidaria y todos los tipos de boicot. Te confieso que cada invitación a no comprar producto catalán me empuja a salir de noche a una tienda 24 horas y llevarme dos palés de cava. A los perros de Mónica los adoptaron en 2006.

Si compartimos un grupo de compañeros de la infancia, te eximo de la carga de enviar constantemente fotos, vídeos. No hace falta discutir de todo ni abrir cada jueves un debate sobre Proudhon y la anarquía. No me importa lo que pienses de la anarquía. Si hemos estado 25 años sin vernos es porque quizás no teníamos nada que decirnos.

No quiero que te vayas, solo que ignoremos un poco el uno al otro. No quiero ser parte de tu rutina de enviar. Para mí eres más que el eco de otros, o no, pero eso no va a cambiar porque me envíes cosas. Puedes no escribirme; si ya te quiero, te voy a querer igual. Desaparece sin culpa y de pronto un día dentro de veinte o treinta años, si te acuerdas de mí, cuéntame que has sido abuelo, que has metido un gol o que ha llegado la primavera a tu barrio. Dime «Hola, Chapu, hoy hace sol» y calla lo demás.

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