Cangrejos, camarones, bocas
El recuerdo de un cartucho de camarones y una cerveza en la calle Zorrilla o el de una docena de erizos en El Merodio, siguen formando parte de mis escenarios favoritos
![Cangrejos, camarones, bocas](https://s3.abcstatics.com/media/opinion/2019/12/01/v/bocas-camarones-kcgB--1248x698@abc.jpg)
La nostalgia es una melaza pegajosa. Pegajosa y peligrosa, por cierto; porque lo que en apariencia tiene un sabor dulce y agradable, acaba convirtiéndose en una atadura que nos atrapa sin posibilidad alguna de escapar, encadenados a un pasado que paraliza e incapacita para ver ... más allá de nuestros ombligos. Siempre ha sido así, no crea que porque ahora la nostalgia se haya convertido en fuente inagotable para el merchadising de ochenteros irredentos, esto es cosa de ahora. Lo que pasa es que antes lo llamábamos “batallitas del abuelo”, cuando no entrábamos directamente a matar calificándolo de “chochera”, y ahora lo embadurnamos de una capa “vintage” y sacamos pecho bajo la bandera de “Yo fui a la EGB”.
Que está muy bien, como grito generacional, y no seré yo quien diga lo contrario. Pero cuando la miel no se queda en los labios sino que baja hasta las entrañas y sube hasta el cerebro, hay que reducir su consumo de manera radical. Porque verá, yo también crecí con la banda sonora del “llevo la patata” y el “cangrejos, camarones, bocas” en una playa que no estaba debajo de los adoquines, sino presidida por una torta de cemento por la que correteábamos de fuente en fuente –sin diseño, y casi sin agua- chupando los pitorros. Yo crecí entre coches aparcados en la Catedral y en San Juan de Dios, y compraba maíz para dar de comer a las palomas en una plaza de España con toboganes al sol que provocaban quemaduras de tercer grado en los meses de más canícula. Yo me rascaba y arrancaba las postillas de las rodillas, y jugaba con el mercurio de los termómetros rotos, como usted. Y los mayores nos mandaban a por tabaco y por cerveza, y nos pasábamos de unas narices a otras el inhalador de Vik Vaporub, y lo mismo olíamos el pegamento Imedio, que la goma de nata Milán, que la gasolina que siempre andaba por las casas para quitar las manchas de grasa.
En fin, que hemos sobrevivido a nuestra propia generación, y no es poco. Y, quizá por eso, hemos elaborado un catálogo sentimental que nos aleja en muchas ocasiones de la propia realidad y nos instala cómodamente en un pasado que ni existe, ni en muchos casos, existió jamás. Tan poderosa es la nostalgia.
“Porque siempre se hizo así” –que parece un eslogan de campaña electoral para los tiempos que corren- no es un argumento sólido para defender ninguna idea. Ni siquiera es un argumento líquido, ahora que tan de moda está lo de la liquidez y las filtraciones. Por eso, defender la venta ambulante de ciertos productos manipulados para el consumo, basándose en las estampas del pasado o en la colección de tarjetas postales de vendedores de erizos, caballas y camarones, que circulaban a mediados del siglo pasado, no deja de ser otra trampa de la pegajosa melaza, como dijo –sin querer o queriendo- Martín Vila “es importante mantener el tipismo de la ciudad, y creo que nadie puede mirar atrás sin ver en según qué rincón a estos vendedores de marisco”.
Verá. La regulación de la venta ambulante de determinados productos trasciende mucho la imagen de Paco Alba con su chaquetilla blanca y su canasto pregonando “Aquí le traemos gambas, camarones, bocas y cangrejos, buenos ostiones para los que tengan gusto y paladar”. Y es algo que viene dando quebraderos de cabeza al Ayuntamiento desde hace tiempo, recuerde aquel episodio en el que nuestro alcalde se debatía entre la razón y el corazón por un vecino que vendía pescado en los Callejones, cuando no podía “evitar que te podía tocar a ti, verte obligado a poner un plato de comida en la mesa para darle de comer a tu hijo, pues si te tienes que ir a vender pescado, pues te vas a vender pescado”. Y recuerde también los requerimientos de HORECA, más pendiente de la salud de los turistas -“el visitante que se arriesga a consumir sin ningún tipo de garantía sobre su origen y sin ningún control sobre su manipulación se expone a sufrir problemas de salud que, evidentemente, no van a dejar una buena sensación ni ganas de volver”- que de otras cosas.
Como ya sabe, a partir de hoy Consumo no renovará ninguna licencia a los vendedores ambulantes de mariscos y moluscos. Tampoco es que hubiera tantos, no vaya a pensar que abundan. Y el Ayuntamiento se ve, de nuevo, entre la espada y la pared.
La solución no es tan complicada, pero pasa, como ya avanzaba hace dos años Pepe Monforte, no por prohibir, sino por regular esa actividad sin que perjudique a nadie. Tal vez, sometiendo a controles la mercancía, modernizando los sistemas de envasado y conservación, y reinterpretando a Paco Alba, se podría convertir en un atractivo más para la ciudad. En toda Europa existen mercadillos de comida ambulante, no solo para turistas, y en toda Europa existe una legislación que enmarca este tipo de ventas.
La nostalgia me aburre mucho. Pero el recuerdo de un cartucho de camarones y una cerveza en la calle Zorrilla, o el de una docena de erizos en El Merodio, al sol del invierno, siguen formando parte de mis escenarios favoritos. Y seguro que a usted le pasa lo mismo. Ahora, que lo mismo nos apuntamos a defender El Piojito que Valcárcel, no estaría de más echar una mirada a lo que nos coge más cerca. Que tanta melaza, ya se lo dije al principio, no puede ser buena.