Francisco Apaola
Camino de las estrellas
Lo bueno de la despedida de Stephen Hawking es que las dos Españas no van a discutir en Twitter sobre la forma de los agujeros negros
Lo bueno de la despedida de Stephen Hawking es que las dos Españas no van a discutir en Twitter sobre la forma de los agujeros negros. Ojalá, algún día, un reality de astrofísica en lugar de uno de baile. A día de hoy no se concibe, pero las lecciones de la vida del científico británico están bastante claras. Hawking dedicó su tiempo a pergeñar teorías sobre el más allá de lo concebible, pero las conclusiones que deja son casi todas del más acá. Al margen de si era cierta su concepción de que los agujeros negros perdían materia y emitían energía o, como concluyó más tarde refutándose a sí mismo, no podían absorberlo todo, la lección magistral que deja habla sobre el poder del ser humano. Desde que los médicos le diagnosticaron ELA, cada músculo se fue tensando hasta lo tetánico. El cuerpo fue retrocediendo sin remedio sobre sí mismo, en dirección opuesta a un pensamiento cada vez más expansivo, más lejano y más libre. En el plano físico, se fue contrayendo sobre una silla de ruedas a motor hasta colapsar a los 76 años, pero mientras tanto su mente transitaba por horizontes y cumbres de realidades inconquistables. Su existencia funcionó en dos planos contrapuestos: uno, el de la postración y, el otro, el razonamiento desligado de toda atadura física, incluida la de apuntar razonamientos, hacer esquemas y escribir apuntes. Todo él terminó siendo puro razonamiento, una acrobacia sustentada en el placer de resolver por resolver, la dimensión esencial e inquebrantable del cerebro humano liberado del ancla de la materia.
Cuando la mente es libre no hay cárcel suficiente para retenerla. Hawking perdió todo signo de expresión, hasta la voz, pero la inteligencia que, cuando existe, lo empapa todo como el agua, consiguió lo imposible: hacerse escuchar sin voz ni garganta y preñar de alma a un sintetizador. Fue en sí mismo su propia teoría y demostró que era cierto que no, que los agujeros negros no pueden absorberlo todo. En él siempre brilló una luz, sonó una vocecilla y en su rostro retorcido brilló ojo azul vivísimo, un ojo de niño.
Aunque nadie por la calle recuerde hoy ni una sola línea de ‘Breve historia del tiempo’, las lecciones son importantes. El atleta de la mente que se movía en silla de ruedas nos hizo dos regalos: uno de ellos fue la conciencia de que lo incomprensible se puede llegar a aprehender con esfuerzo e inteligencia, y el segundo consiste en la noción, por vaga que sea, de que hay un universo desconocido en el que no todo está tan claro y en el que nuestra lógica primera no sirve. Allá afuera, tras el telón azul de la noche, late un desafío ante el que no cabe otra postura que la audacia y la humildad.
Al hablar de lo más lejano nos hizo comprender lo de aquí, lo de cerca. Dijo que el universo no tenía importancia si en él no cabían las personas que uno quería. Desplegó también el ingenio, que es el marketing de la inteligencia. Una vez en Japón le pidieron que no explicara su teoría del colapso del Universo porque podía afectar al índice Nikkei y tranquilizó al público así: “No se preocupen por sus inversiones, tardará 20.000 años en suceder”. Si él lo dijo, habrá que creerle.
Ya va Hawking camino de las estrellas. El cielo le será familiar.
Ver comentarios