Julio Malo de Molina

Caminante en Sao Paulo

Parece paradójico que una megalópolis tan extensa como Sao Paulo pueda ofrecer espacios sumamente amables

Julio Malo de Molina

Parece paradójico que una megalópolis tan extensa como Sao Paulo pueda ofrecer espacios sumamente amables. Algo parecido a lo que sucede con Nueva York, si bien con muchos matices pues salvo en lo relativo a esa extraña cualidad de combinar la desmesura con la escala humana, no debemos comparar ámbitos tan diferentes; el rascacielos norteamericano con frecuencia aparece cargado de ornato retórico, mientras que las piezas verticales propias de la arquitectura paulista de hormigón se elevan con arrogante sobriedad, bellas como máquinas de guerra. Nada más expresivo de los modos del capitalismo yanqui al concebir sus templos que esa secuencia de “El Manantial” (King Vidor,1949), en la cual los clientes de Gary Cooper añaden a la maqueta propuesta toda un abigarrado repertorio de elementos ornamentales, como en el Chrysler Building que se asemeja a una gigantesca frasca de perfume, muy al contrario de la belleza como esplendor de la verdad ofrecida por el edificio del Circolo Italiano (Adolf Franz Heep, 1964) en el centro de SAMPA, desde cuya azotea (Terraço Italia) se disfrutan unas excelentes vistas. En cualquier caso, tanto Sao Paulo como Nueva York representan un puzle en el cual los distintos barrios constituyen modelos urbanos bien diferentes; muy cerca de la Avenida Paulista se encuentra Vila Madalena, lugar de casas con poca altura pautado de tabernas, librerías y comercios de primor, al estilo de Palermo Viejo en Buenos Aires, el Village neoyorquino o la Alameda sevillana.

En Sao Paulo florecen las librerías, y eso da fe de su calidad cultural, amplias y acogedoras son también lugares de encuentro; como Livraria da Vila en Madalena o Livraria Cultura en el edificio Conjunto Nacional (David Libeskind, 1956), una de las bellas piezas de hormigón de la Avenida Paulista. Sin embargo no podría recomendar al visitante que busque una buena guía para entender la ciudad, quizás porque la gran urbe resulta inabarcable y un conjunto tan rico y complejo merece ser disfrutado con glotonería. Son precisos muchos viajes, muchas visitas para llegar a comprenderla al menos en parte.

En la coqueta cafetería del Museu da Casa Brasileira me cité con la profesora María Nishiro, de la Universidad Anhembi Morumbi, con la cual he podido disfrutar un paseo por algunos de los tesoros que contiene SAMPA. No muy lejos pudimos visitar una de las primeras casas del Movimiento Moderno que ahora caracteriza la ciudad, construida en 1928 por el arquitecto Gregori Warchavchik, y desde allí el Centro Cultural SESC de Pompéia, obra de Lina Bo Bardi que recupera una vieja fábrica de lavadoras para centro comunitario que alberga: ocio, cultura y deporte, con la romántica piscina que es metonimia de una playa. Lina es referencia de la arquitectura paulista, la Casa de Vidrio es ahora sede de la fundación dedicada al estudio de su obra, siempre es un deleite volver a visitar tan excelente pieza y redescubrir sus contenidos: muebles, maquetas, libros, cuadros. Es uno de los modelos que configuran el concepto moderno de habitar. Y desde ahí, al Parque Ibirapuera donde más allá de las excelentes obras de Oscar Niemeyer, se puede gozar de ciento cincuenta y ocho hectáreas de foresta brasileña entre la cual no es difícil encontrar algún grupo bailando Capoeira, arte marcial afro-brasileño que combina danza, música y acrobacias, declarado Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la Unesco. Una excelente manera de terminar el paseo, bebiendo agua de coco: naturaleza, música y arquitectura como recursos de vida y de alegría.

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