Yolanda Vallejo

¡Ay, qué calor!

Lo de las olas de calor más intensas debe ser como lo de los software de los móviles, que la última actualización es la que vale

Yolanda Vallejo

Detesto hablar del tiempo. Y no sólo por lo que tiene de cortesía negativa eso de entrar en un ascensor en el mes de noviembre, y decir «qué frío hace, ¿no?» –después de esa entradilla, las posibilidades de entablar una conversación lógica, se reducen en un 90%–, sino porque me parece un tema completamente innecesario. Cierto es que lo del cambio climático tiene más daños colaterales de lo que imaginábamos, uno de ellos es el haber introducido en nuestras liturgias diarias la consulta de las webs meteorológicas, y el haber incorporado, además, el concepto de «sensación térmica» en nuestro termómetro corporal. También es cierto que recurrimos, con frecuencia, a hablar del tiempo por dos razones; la primera es que estamos programados para emitir señales de que somos inofensivos, y decir en la cola de la pescadería «hoy hace un calor…» lleva implícito el mensaje subliminal de «vengo en son de paz y no voy a colarme, ni a dar empujones». La otra razón es sociológica, todos normalmente solemos estar de acuerdo en que está lloviendo o en que hace sol, por tanto, hablar del tiempo se convierte en un mínimo común en el que no caben distintas opiniones. Por eso no me gusta hablar del tiempo. Ni que me hablen del tiempo.

Me interesa, sin embargo, el uso metafórico de la meteorología. El calor del extranjero Meursault de Albert Camus como motivación de un crimen; el sofoco o calentón de Meryl Streep en ‘Memorias de África’, la humedad agobiante que explica muchas cosas en ‘Doce hombres sin piedad’, o la Escuela de Calor en la que todos los de mi generación aprendimos que, para determinadas cosas, hace falta valor. El cine, la literatura, la música están llenos de referencias. El calor como eximente o atenuante, como excusa. Hay estudios –’pa tó’como dijo Guerrita o El Gallo, o alguien– que revelan que el calor incrementa la irritabilidad e incita a una conducta más agresiva. Los días de calor, dicen los que se dedican a la Biometeorología, se multiplican las urgencias psiquiátricas, los delirios y las malas ideas. Esto explica muchas cosas.

Los termómetros indican que estamos padeciendo la ola de calor más grande jamás registrada desde que el mundo el mundo. También la padecimos el año pasado, y el anterior, y el otro; pero esto debe ser como lo de los software de los móviles, que la última actualización es la que vale. El caso es que con el calor nos volvemos todos un poco más raros. Como atenuante para la intervención del presidente del Gobierno en la fallida moción de censura, no está nada mal. Hizo un poco «la parte contratante de la primera parte…» y ni el sentido y larguísimo discurso de Irene Montero, ni las tímidas propuestas de Pablo Iglesias han tenido la repercusión del «cuanto peor, mejor». Es lo que tiene. Hacía tanto calor, que las pocas neuronas estaban más frescas fuera que dentro. Y no es el único estrago que ha hecho el calor.

Preguntar por los gobiernos democráticos en un examen de Selectividad provocó también lipotimias, bajadas de tensión, firmas –más de veinte mil– solicitando la revisión de la norma vigente, y ataques de ansiedad entre los aspirantes a universitarios y sus entregados padres. El buenismo, llevado hasta sus últimas consecuencias, suele jugar malas pasadas y los paños calientes no son buenos cuando hace tanto, tantísimo calor.

Porque dos años hizo también esta semana de la llegada a San Juan de Dios de los nuevos tiempos, los nuevos modos, los nuevos aires de Podemos. Dos años que han servido para demostrar que no hay nada nuevo bajo el sol, por mucho que el sol caliente. Les dimos un plazo, cuatro años para arreglar una ciudad que «funcionaba» a «impulsos»; les queda la mitad del mandato. El teórico lo aprueban, para el práctico apenas tienen tiempo, y aunque nuestro alcalde es optimista en cuanto a lo que está por venir, no siempre se vive de ilusiones. Los vecinas y vecinos, esos que «contra viento y marea» –lo del tiempo, ya le digo, que es recurrente– apostaron por el cambio, empiezan a ver apuntalamientos donde otros ven cimientos. Cuestión de perspectiva, quizá.

Al equipo de gobierno municipal le crecen enanos por todas partes. No hay asunto, por más legítimo, serio y honesto que sea, que no acabe en polémica, en bronca, en chascarrillo.

El casting del proyecto ‘Entre dos aguas’ de Isaki Lacuesta terminó como el rosario de la aurora. A buenas horas se le ocurrió a la productora pedir «jóvenes gitanas guapas», «hombres gitanos o árabes de aspecto imponente» y «mujer 45 años de aspecto normal»–esta fue la categoría más sorprendente, porque normal, normal…poca gente, la verdad–, y solicitar la sede del Centro Integral de la Mujer para llevar a cabo las pruebas. El lenguaje «torticero», sexista, racista y despectivo empleado por la productora y la advertencia del PSOE, terminaron con grandes colas en la plaza de la Catedral. Con el calor que hace.

Afortunadamente, en este país hemos cambiado mucho. Ya casi nadie se acuerda de las chicas chin-chin y sus stripteases geográficos –eso sí que era Unión Europea– en la «pantalla amiga». ¿Se acuerda usted? Hoy no pasarían ningún observatorio ni de género ni de número, pero, eso sí, fueron pioneras en hablar del tiempo… ¡Ay, que calor, ay que calor….!”

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