Felicidad Rodríguez
Cádiz en verano
Ya cruzamos el ecuador veraniego. Atrás quedaron las barbacoas, esta vez para siempre, y atrás quedó el Trofeo que, no se por qué me da, parece que va a seguir el mismo camino
Ya cruzamos el ecuador veraniego. Atrás quedaron las barbacoas, esta vez para siempre, y atrás quedó el Trofeo que, no se por qué me da, parece que va a seguir el mismo camino. Tampoco es como para preocuparse en demasía; al fin y al cabo también hubo un tiempo, cuando a la arena se acudía con corbata, bastón y canotier, en el que la playa Victoria era el escenario de carreras de caballos como las que, afortunadamente, se mantienen en Sanlúcar. Y, a pesar del reciente y loable esfuerzo de los comerciantes de José del Toro, también desapareció la Velada de los Ángeles, luego de los angelitos. Da pena que, por un lado, desaparecieran actividades veraniegas que tendrían que haberse mantenido y, por otro, que algunas de ellas terminasen degenerando en lo que nunca tendrían que haberse convertido, caso de las barbacoas. Aún así, en la que parece será su última edición, la playa concentró a unos 20.000 irreductibles que no se amilanaron ante las rachas de viento, dejando casi 13 toneladas de basura en la arena. Eso es afición; incomprensible, pero afición al fin y al cabo. Y ahora toca reinventarse y evitar que lo que se invente vuelva a degenerar. Cádiz tiene todas las condiciones para ser un referente estival; además, una ciudad de servicios como la nuestra, necesita del turismo, que no es incompatible con el desarrollo de otros sectores, como del comer. Potencialidades no faltan. Posiblemente se deba a mi desconocimiento pero no se de ninguna ciudad europea que tenga más de 7 kilómetros de playa urbana.
Un litoral playero, de fina arena atlántica, que desde Santa María del Mar se extiende por el istmo y que, además de servir para broncearse, tiene todos los perejiles para convertirse en lugar de referencia para muchos deportes náuticos, con sus complementarias actividades lúdicas, máxime teniendo al otro lado una magnífica bahía. ¡Si hasta el Levante tiene su punto! Gente habrá a la que no le atraiga eso de mancharse de arena ni de arriesgarse con la tabla de windsurf y a la que le de mareo incluso mirar la vela de un Cadete. No hay problema porque Cádiz, además del carnaval veraniego, también esconde otros tesoros para ellos. Si al personal le gusta la historia, ahí están los restos fenicios, como el de Gadir, que hasta tiene al tío Mattan para recibir a los visitantes. O la fábrica de salazones. Por cierto ¿alguien sabe su horario? O puede pasearse por el Cádiz romano recorriendo, por fin, uno de los mayores teatros de la vieja Hispania, o adentrarse, si las filtraciones no lo impiden, en el templo de Esculapio de la Casa del Obispo. Puede hacerse a la idea que está veraneando en el Caribe, imaginando pecios hundidos, asomados al balneario de La Caleta, en el caso que uno pudiera asomarse. Podría recorrer los baluartes y murallas, con una parada en el castillo de Santa Catalina para ver una de las más hermosas puestas de sol de Europa, y tomarse una copa mirando hacia el islote de Sancti Petri en el Baluarte de los Mártires si es que uno pudiera tomarse una copa allí al atardecer. O podría recorrer nuestro misterioso, laberíntico, y olvidado, subsuelo. En fin, una lista interminable sobre la que se podría imaginar multitud de actividades para gente de todas las edades, aficiones y gustos.