Los que se ríen de la ciencia
Esos que se burlan de la Constitución o de los profesionales y expertos les ruegan ahora sacrificio, amparo y soluciones
La gran epidemia , inesperada, súbita y hasta el momento incontrolable en Occidente, ha llegado mientras tenía lugar una gran campaña negacionista, supersticiosa e irracional contra la ciencia y el saber humanos. Numerosos presidentes de gobierno, de países tan influyentes como Italia, Brasil o ... Estados Unidos, han arremetido con saña contra la investigación científica en los últimos años, apoyados por colectivos de naturaleza difícilmente inteligible, como los antivacunas o los terraplanistas. Más allá de anécdotas, que nadie está para bromas en estos días sombríos, la burla pública se dirigía especialmente a todo lo referido al calentamiento global, a su simbólica e infantil líder, a sus consecuencias cercanas y a la responsabilidad humana en ese proceso, temporalmente olvidado por la pandemia que sufrimos.
Sin embargo, cuando el mundo tiembla de miedo ante una enfermedad desconocida, poderosa y nueva, por ahora imparable y mortal para un porcentaje de infectados más alto de lo que todos creíamos, resulta que la población, incluyendo a los escépticos, los que apoyan a los populistas que se ríen de la ciencia y recortan todos los fondos posibles en cuanto tienen oportunidad, miran a los profesionales de la salud, les rezan . Se encomiendan a la biología, a la virología, a los enfermeros. En definitiva, miran a la ciencia de la que tanto parecían reírse hace apenas dos meses. Son los científicos, colegas de los que avisan del peligro del calentamiento global, los que, además de asesorar a los poderes ejecutivos del Estado, están resolviendo la terrible amenaza con riesgo de su vida y las máximas garantías de minimizar los daños humanos, que son y seguirán siendo pese a todo abundantes.
Son en definitiva los expertos, en algunos casos funcionarios públicos, quienes dotan al Estado de una estrategia de combate frente a una pandemia desconocida. Y la sociedad civil, que tiene su carga histórica de sentido común, reconoce a ese Estado como garante de su salud, además de sus libertades, y se pone gustosamente en sus manos, despreciando los cantos de sirena de los populismos. Los enemigos de un Estado suficiente, los que se hartan de elogiar el ‘estado mínimo’ y lo más barato posible, tienen ahora la respuesta a su deriva suicida. Si no hubiera sido por el gran edificio público que ha engendrado la Constitución de 1978 estaríamos hoy todos inermes ante la gran plaga .