Libros de familia
Sin familia no es posible el desarrollo integral de la persona, sobre todo por su carácter de ancla y de timón para el crecimiento personal
Todas las familias felices se parecen; pero cada familia infeliz lo es a su manera», así comienza Ana Karenina, el novelón de Leon Tosltoi, y así lo citan mil y una veces quienes quieren darse pisto –como el pequeño Nicolás– haciendo ver que se han ... leído la obra fundamental del realismo ruso. No es, evidentemente, ¡Me cago en Godar!, de Pedro Vallín, al que Pablo Iglesias ha catapultado al podium de ventas esta semana, pero para el caso es lo mismo, porque ni yo me he leído Ana Karenina entero ni tampoco me siento aliada del imperialismo capitalista por ver las películas más taquilleras del cine americano. Todo es pose, no cuesta nada reconocerlo. Y la cita de Tosltoi con la que comienzo, es solo una excusa para recodar que ayer se celebraba el Día Internacional de la Familia, ese«elemento natural y fundamental de la sociedad» –así la define la ONU– tan desprotegido y cuestionado en los últimos tiempos.
Porque el concepto de familia, –siempre en revisión constante–, ha ido evolucionando con el paso de los años y transformándose al tiempo que se transformaba la sociedad, y ha pasado de ser el núcleo esencial e indiscutible de asentamiento social a convertirse en una fórmula más de asociación de personas que, por lo general, viven juntas conformando una única unidad a efectos económicos, habitacionales, y de consumo.
Del viejo modelo de la baraja de cartas, que proponía aquello tan tierno de padre, madre, hijo, hija, abuelo y abuela –no hay que perder de vista que crecimos con familias de tiroleses, chinos, bantúes, mexicanos, árabes, indios y esquimales, como paradigmas familiares– hemos pasado, afortunadamente, a normalizar otros modelos de familia en los que ya no es indispensable la consanguinidad y sí otros factores como la convivencia y la afectividad. Las familias tienen apellido, monoparentales, homoparentales, ensambladas, extensas, reconstituidas, de acogida, de elección… según la base sobre la que se asienten, pero no han perdido nunca el papel protagonista en la estructura de la sociedad occidental, desde las sociedades más primitivas asentadas en el concepto de «parentesco», a pesar de los continuos ataques que ha recibido a lo largo de la historia; Sócrates, sin ir más lejos decía que«una ciudad justa es aquella en la que los ciudadanos no tienen lazos familiares», tal vez, porque el nepotismo ya hacía estragos en los tiempos de la democrática Grecia.
El caso es que en 1994 la Asamblea General de las Naciones Unidas decidió celebrar cada 15 mayo como Día Internacional de la Familia con el objetivo de establecer una fecha para concienciar del papel de los núcleos familiares en la educación de los niños –y las niñas, claro está– desde sus primeros años, reflexionando acerca de cómo afectan los procesos económicos, políticos y demográficos a la sociedad actual. Es decir, reconociendo que la familia es el tubo de ensayo de lo que ocurre fuera, y destacando la eficacia de este modelo para la integración, convivencia y respeto entre personas diferentes.
Porque no es del todo cierto que para educar a un niño haga falta toda la tribu; aunque toda la tribu sea necesaria para proteger a la familia como puntal básico de la estructura de la sociedad. Sin familia –no hace falta adjetivar más– no es posible el desarrollo integral de la persona, sobre todo por su carácter de ancla y de timón para el crecimiento personal. La literatura, que siempre va por delante aunque nunca lo parezca, nos ha dejado testimonios de familias felices, infelices, y hasta de familias tóxicas –pienso, por ejemplo, en Franzen y en Las correcciones– que se han perpetuado y que han perpetuado en el imaginario colectivo los valores necesarios para cimentar la comunidad. Son, no me cabe la menor duda, los libros de familia.
Y les cuento esto porque, mientras el mundo sigue a su bola, pendiente de vacunas y de pelados, el pasado 30 de abril desapareció para siempre el Libro de Familia, después de más de cien años asentando en sus páginas a las familias españolas.
Es curioso que la noticia haya pasado casi desapercibida, cuando el Libro de Familia ha sido, para muchas generaciones, mucho más que un archivo cotidiano. En él quedaban registrados los matrimonios, nacimientos y defunciones como muescas amables o terribles de lo que sucedía en la sociedad. De las más de doce páginas para hijos que tenían los primeros ejemplares, a las escasas cinco de las últimas ediciones, el Libro de Familia ha representado lo que hemos sido durante el último siglo. En sus páginas estábamos todos, inscritos con la letra cuidadosa del funcionario de turno; su sola presencia fue un salvoconducto de moralidad en épocas demasiado oscuras y el símbolo de las uniones civiles hasta hace unos días.
Todo cambia. Desapareció el Título de Familia Numerosa con aquellas magníficas fotos de niños apelotonados en torno a sus padres, y ahora el Libro de Familia ha sido sustituido por una base de datos codificados telemáticamente, de manera personal e intransferible, porque como explica Alberto Calvo Meijide«cada uno es cada uno y el registro pasa a ser individual».
Ahí lo tiene, cada uno es cada uno… y tiene sus cadaunadas, que decía Unamuno. Lo mismo me termino Ana Karenina.
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