Yolanda Vallejo

Cádiz, ciudad Diógenes

Los muertos, decía García Márquez, deberían morirse con todas sus cosas para evitar el doloroso trance de deshacer una casa

YOLANDA VALLEJO

Decía García Márquez que la gente que uno quiere, debería morirse con todas sus cosas, para así evitar ese incómodo y doloroso trance de deshacer una casa, por el que todos hemos pasado –o vamos a pasar, no se libra nadie– en algún momento. Y es que durante la vida se acumulan tantos tiestos como recuerdos; o al contrario, acumulamos recuerdos a través de objetos tan innecesarios como inútiles, en la mayor parte de los casos, porque nos aferran a un tiempo y a un espacio, que ya no nos pertenecen. Los juguetes con lo que nuestros hijos nunca más van a volver a jugar; el vestido de novia, la ropa de temporadas pasadas que ya no nos cabe ni en nuestra memoria histórica, un ventilador roto que siempre nos devuelve al mismo verano interminable; las cintas de VHS con las que pasábamos tardes enteras entreteniendo el aburrimiento infantil… Sabe usted, de sobra, a lo que me refiero.

Por eso, desmontar una casa obliga siempre a realizar un cruel ejercicio de ruptura, de separación definitiva. Es, para entendernos, como salir de expedición por la jungla de nuestro propio pasado, y correr siempre el riesgo de perdernos en la vorágine. Cuesta tanto decir adiós. Es por eso, por lo que muchos de nuestros mayores sufren lo que se llama síndrome de Diógenes, que no es otra cosa que una respuesta al abandono social, familiar, personal; un aislamiento, a veces, voluntario, con la única y macabra compañía de objetos inertes, que al final se convierten en basura, sombras y despojos. El síndrome al que da nombre –cínicamente– el cínico Diógenes de Sinope, es uno de los males que afectan a la sociedad actual. Cada año se detectan más casos de esta patología de la que muere mucha más gente de la que usted o yo podemos imaginar. Gente rodeada de pasado, de pasados ajenos incluso, que encuentran alivio psicológico en la acumulación de todo tipo de cachivaches.

De esto, de la acumulación de cachivaches y de aferrarse de manera absoluta al pasado sabemos mucho por aquí. No en vano, la concejala de Asuntos Sociales, presentaba el pasado jueves la aprobación de un protocolo de actuación en casos de síndrome de Diógenes. Protocolo, que dicho sea de paso, ya existía en este Ayuntamiento desde 2008, año en el que los casos de Diógenes se dispararon en nuestra ciudad. Pero bueno, como se trata de «acumular», pues acumulemos otro protocolo más. Dice Ana Fernández que estarán implicadas las delegaciones de Urbanismo, Limpieza, Sanidad, Policía Local y Asuntos Sociales; es decir, las mismas que estaban implicadas en el documento realizado por Procasa hace ocho años.

Pero es que aquí somos mucho de eso. No vamos a tener un protocolo, sino dos. No vamos a tener una estrategia, sino muchas. No vamos a tener un proyecto de ciudad, sino unos pocos. No vamos a sacar una procesión, sino todas las que se puedan, y a la vez. No vamos a tener un carnaval, sino dos o tres, o los que se encarten. La acumulatio es estado puro. Tal vez, la culpa la tenga ese pasado al que nos aferramos y al que conjuramos como si nos fuese a salvar del futuro. Cádiz fue esto, Cádiz fue lo otro, Cádiz fue lo de más allá, y vengan tiestos…

Y los árboles –en este caso, los cachivaches– no nos dejan ver el bosque. Porque mientras que no nos deshagamos de nuestras propias miserias, seguiremos teniendo una ciudad con síndrome de Diógenes. Dicen los que entienden que los afectados por este trastorno, acusan un desamparo absoluto que los lleva, primero al conformismo, y luego al aislamiento, casi siempre voluntario, de la sociedad y de la realidad. Coleccionan cosas porque carecen de sentimientos y, sustituyen las ilusiones por bártulos que ya nadie quiere.

Es triste. Tan triste como darse un paseo por Cádiz, y comprobar el estado lamentable de los jardines, de los pavimentos, de las aceras, de los supuestos carriles para bicicletas, del mobiliario urbano, de las papeleras… Una ciudad convertida en carne de Diógenes, y exhibida por nuestros gobernantes como un lugar en grave riesgo de pobreza y exclusión social.

El tratamiento que se prescribe en estos casos, supone, en primer lugar, la aceptación del síndrome por parte del paciente. Hasta que este no asuma que los trastos son un lastre para avanzar, no se puede empezar a actuar. Por eso es tan necesario que esta ciudad deje de mirar hacia atrás –por hacer eso, mire lo que le pasó a la tonta de la mujer de Lot– y deje de regodearse en el pasado. Que deje de lamentarse, y deje de dar pena.

Muchas veces, para caminar a buen ritmo, hay que aligerar peso en la mochila. Quedarse solo con lo que necesitamos y no cargar con más recuerdos de la cuenta. Abandonar en el camino todo lo que nos impide progresar. Ilusionarse con el futuro haciéndolo presente, y no quedarse enredado en programas electorales, ni en el «y tú más», que tanto daño nos ha hecho, durante décadas.

Los muertos, decía Gabriel García Márquez, deberían morirse con sus cosas. Y los vivos, digo yo, deberían administrar mejor la herencia que van a dejar a sus hijos.

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