Cerrado por miseria
«No hay nada que duela más que la evidencia de un niño señalando el vestido nuevo del emperador»
La miseria, como la venganza, es un plato que se sirve frío, sean cuales sean los ingredientes con los que se aliñe. Sienta mal digerirla en caliente, como casi todo; como las despedidas, como las riñas, como los malos entendidos y es difícil calcular su ... alcance cuando está recién salida del horno. Suele pasar y usted lo sabe. Ocurre siempre que nos apresuramos a evaluar los efectos devastadores del fuego cuando todavía quedan rescoldos, sin detenernos a pensar que cuando baje la marea, después del temporal, el océano vomitará en la orilla, sin misericordia, los restos del naufragio, pedazos de vidas destrozadas. Hasta ese momento, hasta que vuelva la calma, todo son conjeturas, a pesar de las evidencias. Y, después, todo son datos, fríos datos, porque los que cuantifican los daños no tienen indicadores para medir el dolor, la tristeza, ni siquiera para medir el fracaso y el desengaño. Y mucho menos para medir la ruina.
Porque es cierto que esta ciudad había puesto todos los huevos en el mismo cesto, y que hace años que solo vivíamos para el turismo. Pero también es cierto que nos habían hecho creer que éramos el destino favorito del planeta –un auténtico Edén, al este y al oeste– y que como aquí no se vivía en ninguna parte, ni se comía –ni se bebía–, y que los cruceros eran nuestra leche y nuestra miel en la travesía de un desierto demasiado grande. La crisis financiera del 2008 no viajaba en barcos ni tampoco se alojaba en apartamentos turísticos, así que no teníamos nada que temer. Lo nuestro no eran los bancos, ni los productos de alto riesgo, sino un poco de inglés –poco, todo hay que decirlo–, algo de amabilidad y un mucho de pose canalla, de divino poeta maldito, de menda lerenda trasnochador, y con eso íbamos tirando, que para eso, en esta tierra, éramos todos artistas.
Lo del virus no estaba previsto en el guion; ni para nosotros, ni para nadie, evidentemente. La soberbia de Occidente nos impendía ver más allá de nuestras propias narices y nos acunaba con un «¿cómo nos va estar pasando esto?». Adanes en este paraíso, no queríamos mirar hacia atrás, tal vez para no convertirnos en estatuas de sal o tal vez para no admitir que por este camino ya habíamos pasado, o ya habían pasado nuestros antepasados, con los que habíamos roto todo tipo de relaciones. Ellos vivieron epidemias, guerras, hambre, pero nosotros somos más fuertes, somos más inteligentes, estamos más preparados y somos indestructibles. Porque solo somos aquí y ahora.
No hay nada que duela más que la evidencia de un niño señalando el vestido nuevo del emperador. Y no hay nada más cierto que el viejo dicho que dice aquello de que la miseria llama a la miseria; y es que cuando la miseria entra por la puerta, el amor sale por la ventana. Solo hay que darse una vuelta por Columela, por ponerle un nombre a la herida.
Primero fueron las franquicias, pero como nos habían dicho que las franquicias eran un invento del demonio capitalista y explotador –aunque los trabajadores de las franquicias viviesen en su misma macetilla y sus hijos fuesen al mismo colegio que los suyos–, casi aplaudimos el cierre de Zara, de Bershka, de Lefties, de Massimo Dutti, de Oysho. Luego cerraron Purificación García o Trucco, pero eran tiendas caras y tampoco nos importó mucho. Después le llegó el turno a Precchio, Inside, Todomedias, Game, NYX, Imaginarium, Las Libreras, Pampling, La Tapería de Columela, el freidor Casa Sobrina, Los Napolitanos y la herida empezó a escocer demasiado… Los abusivos precios de los alquileres –la avaricia, ya se sabe, rompe cualquier saco–, las restricciones de la movilidad que cierra las puertas al turismo y también a nuestros vecinos, la inseguridad –esta continua y densa sensación de que se está en expectativa– y el desamparo por parte de las administraciones, fueron el caldo de cultivo perfecto para alimentar la miseria y amplificarla.
Antes fue LTK y ahora es Airbus –que lleva amagando el cierre desde julio del pasado año– la que se suma a la pesada cadena de cierres en nuestro entorno. Unos y otros son cierres legales, pero como decía Goethe –sé que citar a Goethe es muy cenizo por lo del efecto Werther– «la ley es poderosa, pero más poderosa es la miseria».
Poderosa y devastadora. Porque lo que vemos ahora son solo los destrozos de las embestidas del mar enfurecido, pero cuando la última ola se retire, cuando todo esto pase y la pandemia sea solo un mal recuerdo de números y letras borrosas, será el momento de cuantificar las pérdidas, y de evaluar en qué situación se queda una ciudad que vendió su alma al turismo a cambio del pan para hoy sin pensar en el hambre de mañana.
Se apagará el fuego y quedarán las cenizas cubriéndolo todo. Y mucho me temo que no habremos aprendido nada. Lo mismo la miseria nos brinda una última oportunidad, la de imaginar otro futuro para Cádiz. Un futuro de verdad, no de cartón pluma como las maquetas o de papel mojado como tantos proyectos. Un futuro que no se quede encerrado en las vitrinas de un –otro, y otro y otro más– museo fantasma.