Francisco Apaolaza - OPINIÓN
Caballos
Después conocí a Chicuelo, su medio hermano que un día cepillé las crines con la sensación de que estaba peinando a la Mona Lisa
En la oscura cuadra de la Plaza de Toros de Pamplona, entre paja y olor a desinfectante se dibujaba negro, masivo, algo tosco, rematado por sus cuatro patas de pinceles blancos y los ojos de azabache como la única concesión a la lírica. Parecía un potro cualquiera, pero Cagancho llevaba una revolución en el pecho. Con Pablo Hermoso de Mendoza retorcería la lógica del toreo a dos pistas. Después conocí a Chicuelo, su medio hermano que un día cepillé las crines con la sensación de que estaba peinando a la Mona Lisa. A Cagancho lo volví a ver hace un par de años, antes de que diera su última galopada y habíamos cambiado tanto que ya éramos dos sombras de nosotros mismos; de aquellos nosotros. Chicuelo se fue hace unos días al cielo de los caballos.
De todos los errores de adolescencia, el más grande consiste en considerar que el mundo es eterno. Cuando éramos jóvenes creímos que todo, hasta las monturas, durarían por siempre. Y nos equivocamos. Ahora repaso mi vida en caballos, y no sé si soy más yo montado o a pie. Recuerdo a ‘Bolero’, que me enseñó el miedo al vacío de la caída, al ‘Arabito’, que ardía con el calor de mil desiertos, a la yegua del cura en el campo de Luis Fraile en Salamanca y también a Pavía sobre los verdes de Jaizubia, que no se dejaba montar por cualquiera y con la que aprendimos a confiar en las pruebas de campo. La ventaja de esos recorridos de ‘crosscountry’ es que se parecen mucho a la vida, porque los obstáculos no se pueden derribar y hay que saltarlos sí o sí, o se parten la crisma caballo y jinete. Había que apretarse, impulsarse, mirar más allá y confiar el uno en el otro. Volar. En ocasiones nos dimos trompazos galácticos y entonces Pavía se acercaba a mí y olisqueaba en busca de alguna herida. Para correr así se necesita valor y ella nunca se negó a terminar un recorrido. Seguía creyendo en mí y yo en ella. Quizás por eso, de vez en cuando, en la cuadra o en el prado, me subía a pelo, me dejaba caer sobre su cuello y canturreaba aquel corrido de Antonio Aguilar: «Recuerdo que me dijeron/Pide un deseo ‘p’ajusticiarte’./Yo quiero que me ‘afusilen’/en mi caballo/prieto azabache». Y abrazaba con manos y pies su cuerpo castaño, fuerte, caliente y redondo, para sentir su corazón y las puertas abiertas de su confianza. Veinte años después crecí y aprendí que puede haber más de un caballo de tu vida, pero no dos primeros.
Una eternidad después, Elenita, que tiene el don de algunas mujeres con los animales, me trajo de nuevo junto a los gigantes asustadizos. Hoy comparto algunas mañanas en la Alameda con Oberón, que me mira como aquella ‘Angélica’ de Los Chalchaleros : «Tus párpados/si por instantes/te vuelven los ojos mansos,/recuerdan/cuando en el cielo de pronto se ve/que nace y muere un relámpago». Yo he temido lo que él es y él, lo que yo puedo llegar a ser, pero en el fondo de nuestro invierno aguarda un verano invencible, que escribió Camus. Recorremos un camino de sustos, recelos, cariños, broncas y concesiones que humanos y equinos transitamos desde hace más 10.000 años. Hemos inventado avionetas, helicópteros, submarinos, deportivos y motos vespa, pero seguimos subiéndonos en los caballos porque necesitamos mirar dentro los unos de los otros y buscar juntos la luz que llevamos ambos dentro.
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