Julio Malo de Molina
Be british!
Los chicos de mi generación acabamos siempre pasando por Londres
Los chicos de mi generación acabamos siempre pasando por Londres. En la España del desarrollismo de los sesenta ni los colegios religiosos ni los institutos del glorioso movimiento enseñaban inglés. Y ya por entonces no saber un mínimo de inglés era una forma de analfabetismo relativo, a menos que fueras japonés o ruso. Cada cual se instalaba en Londres según sus posibilidades, desde los elegantes colleges si tus papás tenían posibles, hasta las cocinas de restaurantes si eras hijo de honorables ‘proletas’. En cualquier caso, más que inglés británico aprendíamos otras cosas: tolerancia, solidaridad, y un mundo de colores muy diferente a la España aún gris que nos esperaba. A partir de los sesenta, Londres se había sacudido las secuelas de la posguerra y mostraba una sociedad alegre y desenfadada, que llenaba de colores los domingos de Candem Lock y los conciertos de verano en Regent Park. Una explosión de júbilo envolvía a la juventud británica durante esa década prodigiosa.
Ya en los años noventa cursé estudios para perfeccionar la lengua y charlaba con compañeros acerca de la democracia británica, caracterizada por la honradez, la tolerancia y el respeto a los derechos de la gente. Sin embargo, la tradición católica de España parecía suponer un obstáculo para la aceptación de esos modos de la cultura democrática anglosajona. Cuando luego me contrató una universidad británica sólo tuve que firmar un papel en el cuál se reconocían las circunstancias que me acreditaban para desarrollar ese trabajo docente. En España, para cada proyecto que a lo largo de mi vida profesional he contratado por la Administración, no ha bastado mi firma; además he tenido que presentar como poco seis documentos debidamente compulsados: título académico; certificado colegial que no sólo demuestre mi obligada pertenencia al órgano corporativo sino también que no estuviese afectado por causa alguna de incompatibilidad ni procedimiento deontológico; así como de las haciendas estatal y autonómica, declarando que estoy al corriente de pagos y obligaciones; lo mismo de la seguridad social, y recibo del seguro de responsabilidad profesional al día. Es la diferencia entre un sistema basado en la confianza y otro que presupone el ejercicio de la falsedad por parte de sus ciudadanos.
Ahora se discute con especial fervor las carencias de la democracia española, cocinada a través de la «Transición», o proceso de pactos tras la muerte de Franco para establecer algo parecido a un sistema democrático. Tales como: corrupción, injerencia del ejecutivo en los poderes legislativo y judicial, sistema electoral de listas bloqueadas y correcciones a la proporcionalidad expresada en urnas; así como ausencia de garantías para el ejercicio de los derechos humanos. Sobre este debate surge otro de mayor calado, como la eficacia del modelo anglosajón en un país de tradición católica. Tanto la democracia liberal como el propio capitalismo son hijos de la Reforma luterana. De hecho, la revolución puritana de Cromwell sienta en el siglo XVII las bases del Estado constitucional liberal-burgués, a través del ‘Instrument of Government’, inspirado en las teorías de Maquiavelo y Bodino, pero sobre todo en la ruptura del norte de Europa contra el poder de la Iglesia romana. Muchos pensadores muestran esa relación de la ideología luterano-calvinista con democracia liberal y sociedad de mercado. La cultura de la globalización no entiende otro modelo por más que éste no acabe de cuajar en países ajenos a la cultura protestante. Otros opinamos que una pluralidad de sistemas de convivencia garantizaría mejor la satisfacción del genero humano.