Chapu Apaolaza - OPINIÓN

Boulevard, 9

Yo también tuve unas JHayber aunque no naciera en el desolado paisaje de antenas y de cables que era Fuenlabrada

LA VOZ

A Antonio Maestre le han hecho una preciosa soga por haber escrito que había crecido en Fuenlabrada , que sus padres consiguieron lo que tenían con esfuerzo y orgullo obrero, y que llevaba en los pies unas JHayber, que eran unas zapatos con la suela gorda como para pasear sobre las brasas o alunizar en un planeta extraño. No se puede echar la culpa a alguien por estar orgulloso de sus padres, ni siquiera a Antonio Maestre.

Yo también tuve unas JHayber aunque no naciera en el desolado paisaje de antenas y de cables que era Fuenlabrada en aquellos días. Yo crecí en el Boulevard de San Sebastián , que arranca en el bosque de farolas del Kursaal y que desemboca en la perfección estética, casi poética del Náutico y la Bahía de La Concha . Ese espacio que en invierno transitaba sobre la escala de grises Oteiza entre el cielo y las palomas, y durante el verano, que decía mi padre que siempre caía en jueves, olía a algas y a crema solar, que es como huele la esperanza donde no hay naranjos.

En la casa del Boulevard, 9, con esos techos altones, aquel ascensor de cristal y madera y esas escaleras que olían a cera, había muchos libros y de todo pelaje. Todos buenos. Presidía el salón de mi abuela la Espasa con sus lomos negros y letras doradas que era el orgullo de la familia. Más allá una mesa camilla, una mesa tocinera con las patas como garras de león y ella en la esquina, sentada, recordando siempre su sierra de Huelva.

En invierno, a la hora de la merienda, yo buscaba escenas sorprendentes en las chinoiseries del juego de café. Ella conjuraba a Juan Ramón y recitaba ‘Platero’ de memoria como una oración a la nostalgia cuando se echaban encima los anocheceres siempre a traición, siempre demasiado pronto. En el salón del centro, siempre vacío, marfiles, cuadros, un sillón estampado en flores y el armario de las medallas, los abanicos de la China, los mantones y la Legión de Honor de nuestro abuelo. Mi abuela estudió en París y de eso no tiene la culpa nadie, ni siquiera yo.

Desde casa no se veía Fuenlabrada, pero sabíamos de ella. Por eso, cuando un día mi padre de niño volvió del mercado con la matraca de que el pescado estaba caro, mi abuelo lo mandó dos días a la merluza para que aprendiera lo que era el mar. Por eso, cuando a mí me dio por la caza de la paloma, me tuvo un verano haciendo las hierbas en los montes de Navarra y aprendiendo lo que era el campo. Por eso, cuando en el campo Charro íbamos de herradero, como me gustaba andar de jinete, me mandaba a currar con los que curraban y, cuando después de siete horas a caballo volvía embarrado y derrotado soñando con comida y me sentaba en la mesa de los ganaderos y los toreros y la gente importante, él me levantaba y me decía que no: «Chapuli, tú tendrás que estar con los que te han enseñado . Tú con los tuyos». Y me sentaba en el cuarto de los vaqueros, a escuchar. A aprender. A vivir.

No sé lo que hicieron sus padres para que creciera Antonio Maestre. Supongo que hicieron lo que pudieron. Probablemente lo hicieron mejor que todos los que le fabricaron las soguita en Twitter por contar quién era y de dónde venía. No tengo orgullo de clase. Será el único que no tengo.

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