José Manuel Hesle
Boulevar de sueños rotos
Con su andar incierto y pose de diestro del toreo le sale al encuentro y le cita mostrando su raída prenda a modo de capote
A punto están de dar las tres de la tarde. Los niños del barrio cruzan la plazoleta camino del colegio. A trompicones, chaqueta en mano, sale del último de los bares que recorre a diario. Él es el payaso y el centro de las miradas. El autobús que llega. Con su andar incierto y pose de diestro del toreo le sale al encuentro y le cita mostrando su raída prenda a modo de capote. El graderío jalea, aplaude y ríe. Remata como puede la faena y acaba desplomándose sobre el asfalto. El chofer, al que la escena hace algún tiempo dejó de sorprender, detiene el vehículo a la espera de que algunos vecinos se acerquen a levantarle. El torso desnudo permite ver sus costillas marcadas y un prominente esternón. Una barba abundante le da aspecto de anciano al que apenas acaba de cumplir los cuarenta. Ahora se cubre solo con un mugriento pantalón atado a la cintura por un trozo de cuerda. Mañana volverá a empezar barriendo aceras a cambio de un tetrabrik de donsimón. Así recuerdo a Santiago.
Con los años pude saber que, junto a otro hermano, fueron efectos colaterales de los tumbos y adversidades a los que la vida sometió a una gallega de pura cepa quién, a la saga de un gaditano de provecho, recaló por el Corralón con el propósito de hacer borrón y cuenta nueva en su malograda existencia. El borrón de la madre dejó caer a unos hijos de corta edad, él y su hermano, en el hospicio sin que sirviesen de nada los llantos y varios intentos de fuga que no hicieron sino empeorar las cosas. De las monjas que le atendieron no guardaba el mejor de los recuerdos. Fue su primer abandono, su primer fracaso. De productivo sacó, sin embargo, que pudo aprender un oficio con el que ganarse el sustento. Sentirse capaz de cuidarse a sí mismo le ayudó a comprender que mirar hacia atrás servía más bien de poco y decidió asumir el propio rumbo endulzado por el almíbar de una viñera que vino a restituir la maltrecha imagen que del común de las mujeres guardaba en sus entrañas. Al poco, la deslealtad, en esta ocasión, de su compañera y la traición de su hermano concedieron escasa tregua al júbilo. La rabia ante el nuevo rechazo le arrojó a las calles de la otra punta de la ciudad y el desconsuelo le abocó a su propio abandono.
Sobre un banco, de una plaza de Granada, hace escasos días apareció muerto Rafael. Solo, como vivió, callejeando sin rumbo a la sombra de la Alhambra. Casi nadie supo, hasta entonces, de su existencia a no ser porque el trágico destino y su juventud, escasamente superaba los treinta, le convirtieran en noticia. En Cádiz, hace ahora un año, también murió José María entre basuras y tiritando de frío. Unos pocos, en la intención de que su muerte no pasase desapercibida, le despedimos en una lluviosa mañana de febrero a las puertas del viejo cementerio.
En portales y cajeros se resguardan de las inclemencias. Duermen sobre los bancos de las plazas. Deambulan de unas esquinas a otras con todas sus pertenencias a cuestas o comparten asentamiento en las Tortugas. Nos hemos acostumbrado a verles como parte del paisaje o del mobiliario urbano. Recelan ellos y desconfiamos quienes transitamos junto a ellos. La incomprensión hace más duro el aislamiento y éste más cruda la soledad. En más de un caso les esquivamos o miramos para otro lado. Esconden y comparten historias comunes de desencantos, ingratitudes, menosprecios, fracasos, olvidos y desamor. Están ahí, a nuestros pies, cada día. En la calle. Ese otro bulevar de los sueños rotos al que canta Sabina.