HOJA ROJA
Bonjour, tristesse
La tristeza llama a la tristeza, y nos envuelve de tal manera que preferimos lamentarnos antes que plantarle cara
Decía Flaubert que hay que tener cuidado con la tristeza porque es un vicio. Claro que, a Flaubert, después de haber escrito Madame Bovary, cualquier cosa le podía parecer una tristeza, pero algo de razón llevaba, porque siendo la tristeza un estado de ... ánimo, resulta peligrosamente contaminante y contagiosa. «Viene la tristeza, se te cuela por las vena», cantaba Manolo García –sí, ya lo sé, pasar de Flaubert a El último de la fila en el mismo párrafo es un poco delirante, pero es el signo de los tiempos-, y cuando la tristeza se instala en las entrañas es muy difícil combatirla. Ya nos los decía el refranero «Al triste, el puñado de trigo se le vuelve alpiste», y así, como usted comprenderá, no hay quien remonte.
La tristeza llama a la tristeza, y nos envuelve de tal manera que preferimos lamentarnos antes que plantarle cara; al fin y al cabo, sabía Séneca de lo que hablaba cuando afirmaba que «la tristeza, muchas veces solo es pereza. Nada necesita menos esfuerzo que estar triste ». Y como somos de natural perezosos, uno se acomoda entre los brazos de la tristeza, y ya solo le queda esperar que aparezcan la negatividad, el descontento y la queja para tener al completo la alineación perfecta del derrotismo. Somos así, será la tradición judeocristiana, que nos abandonó en este valle de lágrimas y nos condenó a un sufrimiento continuo, o será la insatisfacción endémica que nos corroe por dentro. El caso es que como en el comer y el rascar, lo de estar triste, todo es empezar.
Por el contrario, decía un proverbio persa –a los persas siempre resulta muy socorrido adjudicarles proverbios, sobre todo porque ni reclaman, ni niegan su autoría- que la mitad de la alegría consiste en hablar de ella . Y puede que tengan razón los persas, si es que alguna vez dijeron esto, claro está. Porque a fuerza de conjurar penas y desgracias, a fuerza de hablar de todos los males que nos acechan, nos estamos convirtiendo en una sociedad demasiado áspera, demasiado agria, demasiado crispada y demasiado triste. Todo se nos vuelve alpiste.
Todo nos parece mal. Aunque para ser justos, cuesta encontrar los focos de resistencia al virus de la tristeza cuando sale uno a la calle, a pocos días de la Navidad –ese tiempo de tregua que nos dan para ser excesiva y barrocamente felices- y se encuentra un alumbrado escaso, apagado –es literal-, raquítico… ¿triste, sería el término más acertado? Una iluminación –o no iluminación- que, en vez de adornar las calles, en vez de animar el comercio, y en vez de atraer gente al centro de la ciudad, invita a salir corriendo, a meterse en casa debajo de la manta y a contar los días que quedan para que pasen las fiestas. O a contar los días que quedan para que la iluminación extra-ordinaria esté lista el 20 de diciembre, en una operación que solo puede estar orquestada por Eliezer Scrooge, el hombre las paparruchas, porque si como dicen, el presupuesto se ha aumentado en ochenta mil euros con respecto al pasado año, y el resultado es el que es, entiendo perfectamente el estado de congoja de los funcionarios municipales, al que se refería el otro día nuestro alcalde.
Lo de tener pocas luces se está convirtiendo en el título preliminar de la ley de esta selva en la que convivimos, todo se hace a la luz de un candil, lo que a la larga produce sombras tan alargadas que parecen fantasmas. Ya sabe, el de la navidad pasada, el de la presente y nunca el de la que nos quedará por venir, claro está. Porque es más fácil criticar, lamentarse, gemir que cualquier tiempo pasado fue mejor, que esto antes no pasaba y toda esa salmodia de melancólicas desgracias con las que acompañamos a nuestra interesada tristeza. Y, por supuesto, es mucho más difícil encontrar motivos para defender la alegría como proponía Benedetti, «como una trinchera, defenderla del escándalo y la rutina, de la miseria y de los miserables, de las ausencias transitorias y de las definitivas».
Haga la prueba. Lea el poema de Paul Eluard «À peine défigurée » del que Sagan sacó el título de su novela Buenos días tristeza, o en su defecto, escuche el tema homónimo de Isabel Pantoja –ya ve que voy de mi corazón a mis asuntos- y déjese llevar. Aproveche la ingesta de insulina a la que invita el calendario y repita conmigo el viejo dicho castellano «Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía». Busque motivos para la alegría en este olvidado domingo de Gaudete con el que la tradición cristiana nos solía aliviar las privaciones del Adviento . Un domingo para la alegría, ¿qué le parece? Para la resistencia, para plantarle al mal tiempo buena cara, para escapar del desencanto, para hablar de la alegría, sin luces, sin más adornos que los de sentirnos queridos por los que queremos, sin más pretensiones que la de ser felices
Es lo único que no pueden quitarnos, de momento . Pero no baje la guardia, que ya sabe usted lo poco que dura la alegría en la casa del pobre, y lo de la tristeza, como decía Flaubert, es un vicio.
Y eso no se arregla ni con el alumbrado de Vigo.