Yolanda Vallejo - HOJA ROJA
Beatus ille o no
A veces, lo erróneo no es el nombre, sino el concepto, y eso, a la larga, produce un extravagante y curioso efecto
El sexto día de la creación tuvo que ser un día muy ajetreado para Adán. Dios le había encargado la ardua tarea de dar nombre a todos los animales domésticos, a todas las aves del cielo, a todas las plantas y a todos lo que se meneara por el jardín del Edén. Todavía estaba solo –lo de la costilla y la compañera fue por la tarde– y, por tanto, no tuvo con quien discutir, ni tuvo que someter a votación por qué el ñú, por ejemplo, se llamaría ñú.
Chico trabajo el suyo, ya que, al parecer, dispuso de un solo día para elaborar el diccionario completo de botánica y zoología. Pero lo hizo, y no lo debió hacer del todo mal cuando de él hemos heredado esta pulsión por nombrar todas las cosas. Usted lo sabe tan bien como yo. Solo existe lo que tiene nombre, o alterando la proposición, solo lo nombrable tiene cabida en nuestro imaginario colectivo. De ahí la tradición judeo-cristiana de bautizar a los niños nada más nacer, o las teorías nominalistas de Ockham .
Posteriormente vendrían las dudas sobre el nominalismo y sobre la conveniencia o no de encontrar el término correcto para cada concepto, y poco más tarde aparecería la costumbre de poner nombre a las calles, plazas, edificios, aeropuertos, estaciones, aulas…. Ya sabe, la barra libre del despropósito al servicio de intereses políticos o partidistas . De eso dan fe los nomenclátores de las ciudades; lo que en un tiempo se llamó de una manera pasa a llamarse de otra, porque ofende o molesta, o simplemente porque el sentido y la sensibilidad no terminan de llegar a un acuerdo.
Claro está que luego llegan el uso y la costumbre, y se encargan de poner a cada uno en su sitio, y de preservar solo aquellos nombres que verdaderamente nombran a las cosas. «Que por mí vayan todos los que no las conocen –le pedía Juan Ramón a la inteligencia– a las cosas». Y así, no hace falta que yo se lo diga, seguimos llamando «cuarteles» a una zona de jardines –los turistas se sorprenden mucho cuando la voz enlatada del autobús anuncia el nombre– o «plaza de toros» a un parque.
Y seguimos llamando «fábrica de tabacos» al palacio de congresos –después de dos décadas– o «mamarracho» a la pérgola-mirador. De esto sabe usted tanto como yo, porque vivimos en el festival del nombre cambiante, Zamacola, Simago, La Camelia, El Barril… siguen siendo referentes geográficos de una ciudad que ya no existe pero que permanece en nuestra memoria sentimental con su nombre de siempre.
Porque, a veces, lo erróneo no es el nombre, sino el concepto, y eso, a la larga, produce un extravagante y curioso efecto. El Queco y la Queca son mejor apelativo para esos –¿cómo podría decirlo sin quedarme corta?– engendros, que el rimbombante «Antorchas de la Libertad» con que los bautizaron sus padrinos. Y otras veces, la oportunidad y la ocasión se convierten en extrañas compañeras de viaje. Una efeméride, un acontecimiento, un peregrino homenaje terminan dando nombre a colegios, a teatros, a puentes… De la misma manera que un ídolo televisivo termina dando nombre –y qué nombres– a toda una generación de niños.
Recuerde las Demelzas, las Davinias y los Dylan, por no ahondar mucho en el santoral televisivo de ahora. Qué le vamos a hacer, uno nunca es responsable del nombre que le ponen, aunque sí tenemos responsabilidad en el nombre que ponemos a los edificios civiles, porque al fin y al cabo, el nombre identifica, individualiza y promociona a lo que nombra.
Esta semana la Universidad de Cádiz formalizaba el contrato para la ejecución de la obra de reforma del edificio que durante medio siglo albergó al colegio mayor universitario. Un colegio mayor que, cerrado desde hace catorce años, llevaba –y digo llevaba a conciencia, por si acaso cuela– el nombre del personaje más reaccionario y ultramontano de cuantos podía llevar. No hace falta que yo se lo diga, pero Beato Diego de Cádiz y Universidad son conceptos antagónicos que no casan demasiado bien.
Es cierto que en 1944 no corrían buenos aires para el librepensamiento, ni para la razón y por ese motivo, el oportunismo político aprovechó que la ocasión la pintan calva y le puso el nombre del capuchino gaditano -que ni siquiera nació en Cádiz, a su pesar, imagino- a la institución universitaria. El «soldado católico en guerra de religión» representa lo peor desde el punto de vista intelectual de la Ilustración gaditana.
Sus sermones, que al parecer eran seguidos por legiones de correligionarios en la batalla contra las luces, se encuentran en las antípodas de lo que representa el espíritu universitario. Enemigo del teatro, enemigo de los avances tecnológicos, amante de la superchería e impulsor de la ignorancia, Diego José de Cádiz no puede dar nombre a un edificio que pertenece a la Universidad.
Claro que decir esto así, sin previa anestesia, entraña sus riesgos. La sombra del Beato sigue siendo alargada y el eco de sus arengas aún resuena entre la caspa de esta ciudad. Pero mire, la navidad está a la vuelta de la esquina, y lo mismo el jueves somos millonarios.
Piénselo, a Adán no le costó mucho trabajo dar con el nombre exacto de las cosas. Lo mismo, si nos ponemos, nos sale algo decente. Y de paso, pensamos algo para la estación de autobuses , que lo de Celestino Mutis, ya está muy visto.