Basura sobre las flores
Quedé en el suelo del Boulevard, perdido unos metros más allá de donde hace un segundo
Ese otoño, las hojas cayeron de golpe. Las arrancó de las ramas de los plataneros la onda expansiva y después descendieron al suelo todas de una vez, como si les hubiera desaparecido la rama. De todos los recuerdos de aquella mañana del 25 de octubre de 1986, el primero fue las hojas de los árboles del Boulevard y su otoño instantáneo. También el sonido, la detonación larga como un aliento, con ese ruido hondo con el que rompen las olas en el Paseo Nuevo cuando hay temporal. Rruuuunnn… Sonó así, y me empujó por los riñones. Quedé en el suelo del Boulevard, perdido unos metros más allá de donde hace un segundo. Después debí de echar a andar hacia la columna de humo y fuego que se elevaba del coche retorciéndose en una interrogación, y yo preguntándome qué había pasado cuando era tan obvio lo que había pasado. Dos miembros de ETA habían colocado una bomba en una bolsa de deporte sobre el coche del gobernador militar de Guipuzkoa cuando estaba parado en el semáforo de la esquina de la marisquería. Murió el gobernador Rafael Garrido, su mujer Diana Velasco y su hijo Daniel. Iban al monte a pasar el día. Un hijo que sobrevivió escuchó la bomba desde el Gobierno Militar y se acercó a ver qué pasaba. También mataron a María José Teixeira, que absorbió toda la metralla y que pasaba por allí como pasábamos yo mismo un poco más allá y Argi Iriarte, mi amigo al que metieron metal en la cabeza y en la espalda. Nos encontramos un momento antes, en la acera y hablamos. Él iba a la playa, yo al muelle. Nos despedimos, dimos veinticinco pasos cada uno hacia su destino, y a volar.
El día en que aprendimos lo que era la metralla teníamos nueve años. La metralla lo atraviesa todo. Cuentan que se salvaron algunos porque Teixeira absorbió parte de la deflagración, pero siempre me pareció imposible, pues somos papel en una explosión. Recuerdo también el semáforo de hierro que había atravesado la metralla como se hunde un dedo en la mantequilla, y otras cosas, porque todo es frágil a dos metros de una bomba: un semáforo, el techo de un coche, el asfalto, el muro de la casa. Todo.
Mi madre apareció rápido y me abrazó. Quizás me tapase la cara. Había gente en el suelo frente al portal. Catorce heridos. Les caía del cielo una propina de cristales rotos. Uno llevaba un triángulo de vidrio clavado en un omóplato. Quizás lo imaginara yo. Mi padre bajaba las escaleras con mantas para los heridos. Arriba, el perro corría a medio enjabonar y un plato que giraba sobre sí mismo en el hall de la casa completaba una graciosa coreografía sobre la catástrofe. La onda había atravesado la casa, con lo que los cristales de los salones aparecieron al otro lado del piso. Todo el escenario estaba tocado por un espíritu grotesco. Yo intentaba comprender la matemática de aquello, pero en el ajetreo, me quedé solo e hice naturalmente lo que nadie quería que hiciera: miré por la ventana.
El terrorismo se presentó así, planteado como un bodegón de la violencia, pero guardaba habitaciones más oscuras por descubrir. Por la noche, sobre ese semáforo de gruyere, fueron depositando ramos de flores y, esa madrugada, treinta y dos años antes de los lazos amarillos en Cataluña, sobre las flores alguien esparció basura. Así es como terminan las guerras de símbolos. Tres décadas después, algunos días temo estar presenciando cómo empiezan.