Yolanda Vallejo

Atraco a las tres

Lo que ya no nos divierte tanto es que los verdaderos ladrones sean aquellos en los que depositamos, con nuestro voto, toda la confianza

Yolanda Vallejo

Podría parecer un chiste, pero no lo es. Sería, más bien, uno de aquellos casos verídicos que el maestro Gandía contaba con tantísima parsimonia, y tantísima efectividad. Podría parecer un chiste, pero no lo es; porque la realidad, ya lo sabe, supera siempre a la ficción. Y la realidad es que, el pasado día 12, a las cuatro de la mañana, dos tipos saltaron la valla perimetral de la Comandancia de la Guardia Civil –la meretérica, en palabras de Chiquito, por terminar de citar a los grandes– para robar una bicicleta. Dos individuos que habían pasado con creces la edad del pavo –algo que, llegado el caso, habría podido considerarse un atenuante ante un juez– y que fueron detenidos de manera inmediata. Normal, a quién se le ocurre ir a robar a un cuartel, dirá usted. La historia podría parecer una anécdota, divertida, curiosa o estrambótica, si no fuera porque no ha sido algo aislado en las últimas semanas en nuestra ciudad. Del intento de robo intimidatorio, a plena luz del día, en una joyería del centro de Cádiz, que convirtió a las dos dependientas en dos heroínas por sorpresa, al robo ultramontano, en un supermercado, de las treinta y seis cuñas de queso y los seis paquetes de jamón serrano –la cantidad de jamón robado me llamó mucho la atención, también; sería para poderlo justificar como consumo propio, y no como tráfico– se podrían extraer varias conclusiones, haga la prueba; pero ninguna de ellas serviría para justificar que el número de robos en la ciudad ha aumentado en los últimos tiempos, y que nada parece indicar que la tendencia vaya a la baja, por mucho que las fuerzas de orden público intenten tranquilizar al personal, con unas estadísticas que justifican que el nivel de seguridad en nuestra ciudad es alto, y que estos hechos, son hechos aislados. Pero lo cierto es que hurtos y menudeos se suceden a diario, y lo que es peor, empezamos ya a considerarlo como algo normal.

Algo de culpa tiene esa tendencia natural e irrefrenable que tenemos todos a ponernos de parte del ladrón. Muy carpetovetónico, por otra parte. Empatizamos, sin darnos cuenta, con el que agudiza su ingenio para apoderarse de lo ajeno. No es nuevo, y tampoco creo que sea exclusivamente nuestro; de hecho, el cine se ha encargado de crear para nosotros todo un catálogo de ladrones buenos a los que internamente veneramos. Hay robos espectaculares como el asalto al tren de Glasgow, y robos perfectos como el del Centro de Diamantes de Amberes, que se mezclan con robos eficaces como el del Banco de Bagdad, y robos más de aquí, como el del Dioni y sus casi trescientos millones de pesetas. Y en todos ellos hay una especie de aplauso interno que tiene su refrendo en la literatura, –piense en ‘Robin Hood’ o ‘El Ladrón de Bagdad’– y que tiene en el refranero su máximo exponente ‘La ocasión hace al ladrón’.

Porque en el fondo, sabemos que en el que roba los quesos y el jamón, o en el que intenta llevarse una bicicleta de la Comandancia habita un pobre diablo como aquellos que Jardiel Poncela retrató en ‘Los ladrones somos gente honrada’. Truhanes de poca monta, herederos de la tradición picaresca española que lo mismo te hacen el timo de la estampita que te birlan la cartera en una bulla. Solemos ser condescendientes con este tipo de ladrones, no lo niegue. Su ingenua osadía hasta nos divierte.

Lo que ya no nos divierte tanto es que los verdaderos ladrones sean aquellos en los que depositamos, con nuestro voto, toda la confianza. Y que el blanqueo de dinero –de su dinero, de mi dinero– se haya convertido en el pan nuestro –su pan, mi pan– de cada día. Hace mucho que perdimos la cuenta de cuántos casos de corrupción se habían destapado entre la clase política, cuántos casos de prevaricación, de sobornos, de tráfico de influencia, de descarada fuga de capitales hacia paraísos fiscales,–todo eso que dice el vicesecretario de organización del Partido Popular que no es robar– en toda su cara, en toda mi cara.

Porque este país se vino abajo no porque los funcionarios se llevaran un bolígrafo a su casa, ni porque en los hospitales, los empleados tuvieran barra libre de paracetamol, ni porque los hijos de los trabajadores de Astilleros se disfrazaran en carnaval con el mono de faena, ni siquiera porque unos descerebrados intentaran coger una bicicleta que no era suya. Este país se vino abajo porque los que estaban al frente del gobierno miraron siempre en otra dirección –soy de las que pienso que la presunción de inocencia le acompaña a uno hasta el banquillo– e hicieron la vista gorda cuando se cambiaban los billetes de quinientos euros como cromos repetidos en la puerta de un colegio. E hicieron la vista gorda cuando en los ayuntamientos se recalificaban suelos para engordar las cuentas de los constructores. E hicieron la vista gorda cuando las puertas de los despachos se abrían con una moneda. E hicieron la vista gorda cuando los bancos engañaban a los jubilados llamándolos ‘preferentes’.

Dice el refranero que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. Pero nosotros no éramos ladrones, solo éramos un país que quería trabajar, que quería prosperar y que quería dejarle a sus hijos un futuro perfecto. Los ladrones eran, son, ellos. Y hasta se presentan a las elecciones

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