Antonio Papell
Felipe VI, afinar la monarquía
Si alguno tuviera la peregrina idea de insinuar que mejor nos hubieran ido las cosas con una república que con la actual monarquía, habría que reírse en sus barbas de tamaña majadería
Al hilo del pésimo ejemplo que están dando la clase política en general y el PP en particular al oponer dificultades a la renovación de los órganos institucionales, se me ha ocurrido la infeliz idea de imaginar que, en otras circunstancias, podríamos estar ahora forcejeando ... para renovar al presidente de la República, tras haber concluido hace ya varios años su mandato quinquenal, y sin posibilidad alguna de reunir el consenso de los tres quintos de la cámara baja para renovarlo. Imaginemos que la jefatura del Estado hubiese recaído en Felipe González, o en José María Aznar, y que los diputados de la cuerda del uno o del otro no quisiesen prescindir de la visibilidad que proporciona a su opción ideológica el primer cargo del Estado y bloqueasen la renovación. La ineptitud de los más, la falta de generosidad de la mayoría, la incapacidad general para convivir con el adversario hubiera puesto a este país en ridículo. Aunque la maquinaria del Estado hubiese seguido funcionando con rutinaria normalidad. Después de todo, el jefe del Estado en los sistemas parlamentarios no presidencialistas no ostenta poderes reales, salvo los de índole moral que sea capaz de reunir.
Quiero decir, en fin, que la forma de Estado no es tan trascendental como quieren hacernos ver algunos conspicuos republicamos, a menos que pretendan convertir el asunto en un esencial emblema, entroncado con nuestro pasado reciente. Pero una simple mirada alrededor, a las viejas democracias europeas coronadas, nos sacará de las iluminaciones y nos devolverá a tierra con realismo.
Probablemente no tenga remedio lo que nos pasa : el relativo fracaso del régimen -o de la clase política del régimen- en dos graves crisis socioeconómicas consecutivas ha puesto en el disparadero al régimen del 78. Pero si se piensa que, aun con otro sistema político, difícilmente hubiéramos conseguido eludir estos encontronazos con la historia, se llegará seguramente a la conclusión de que aquella Constitución fue una buena idea porque a).-nos ha permitido convivir civilizadamente cerca de medio siglo (por ahora), b).-nos ha hecho prósperos, c).-nos ha dado herramientas para autodeterminarnos eficazmente, con los problemas que siempre crea la distancia entre la teoría y la práctica. Y si alguno tuviera la peregrina idea de insinuar que mejor nos hubieran ido las cosas con una república que con la actual monarquía, habría que reírse en sus barbas de tamaña majadería.
Lo que ha ocurrido es que este país era joven e inexperto y dejó hacer. Don Juan Carlos descendió de los cielos -de Estoril, más bien- con la legitimidad carismática que le proporcionaba su inquietante posición. Las mismas muchedumbres que aclamaban a Franco en la Plaza de Oriente poco antes de la muerte del dictador, jaleaban al Príncipe y enronquecían al vitorear al Rey. Y aquel hombre joven y bien educado, que se enfrentó a los generales en la cuartelada del 23-F, se convirtió en el símbolo intangible de nuestra propia proeza. Era el héroe, el caudillo democrático , el Quijote redivivo, que no podía ser sometido a escrutinio alguno. Y la carne es flaca, en especial la de algunos borbones, y don Juan Carlos, adulado y lisonjeado, emprendió una deriva que todos conocíamos y que mantuvimos en secreto. Hasta que se acabó el secreto.
Ahora tenemos que salir del atolladero . Hay en este país mentes preclaras, tanto en la judicatura como en el derecho, que podrán resolver la papeleta que nos plantea don Juan Carlos. Pero lo importante es que su hijo, que se juega el trono en ello, culmine una labor ya iniciada de normativización, afinamiento e institucionalización de la monarquía, de regulación y de transparencia, que haga impensable e imposible cualquier vuelta a las andadas.
Es difícil saber, sin plantearlo formalmente, si en este país habría mas monárquicos que republicanos en un hipotético plebiscito. Lo que sí es seguro es que se cometería una gran estupidez si se llevara a cabo una transformación radical del sistema -de un sistema que funciona sustantivamente bien- para cambiar la forma de Estado. La propuesta de abrir en canal la política para dejarlo todo como estaba salvo los símbolos es una fastuosa necedad.