Rótulos
Es el momento de recuperar esa memoria de luces de neón, que además de la comercialidad cumplía un papel estético que daba belleza a las noches
En los primeros días del mes agosto de 1954, en el muelle Victoria de nuestro puerto se encontraba atracado el buque Guadalupe, propiedad de la Compañía Transatlántica. Pocos meses antes, tras su botadura, había realizado su primer viaje a La Habana. Entre el bullir de ... pasajeros, bultos y mercancías se encontraba un pasajero con boina. Era Josep Pla, escritor ampurdanés, referente de las letras catalanas. Unas semanas antes había recibido el encargo de Josep Verges, propietario y director de la revista Destino. Éste le propuso hacer un viaje especial. El encargo era hacer un reportaje sobre Nueva York. El 19 de agosto, después de desembarcar en Hoboken (Nueva Jersey), se adentró en la ciudad que nunca duerme. Ese día el prócer de la literatura catalana confesó a su editor que “me doy cuenta de que hoy es el día de mi vida que he visto más cosas”. Uno de los primeros lugares a los que le llevaron fue a Manhattan, ese sitio de calles numeradas y diseño cuadricular. Y recaló de noche en Times Square. Los neones multicolores, el parpadeo trepidante de los anuncios, le dejaron embelesado. Acto seguido le preguntó a quién le hacía de guía, totalmente deslumbrado ¿quién paga todo esto?
Hubo un tiempo que al soñar veía calles y gentes. Risas y contundencia de vivir. Todo era un bullir de cosas deseadas. Las ganas de mejorar la vida transmitían la esperanza del mañana y las ansias de un futuro de colores. Nada más traspasar los límites de los barrios circundantes, hasta llegar al centro, todo se iluminaba con luces de neón. Daba igual el objeto deseado, la inquietud se nos volvía auténtica agitación en los modos y las formas. Para muchos ese límite transgredía lo que sirve de raya entre la realidad insistente y el deseo inalcanzable. Los rótulos comerciales y las luces de neón son más que simples anuncios cuando tienen ese valor estético y sentimental que los hace tan únicos que somos capaces de identificar tiempo y lugar. La llamada gentrificación de las ciudades les está quitando su identidad. Todos los cascos antiguos están jalonados de los mismos comercios y de los mismos carteles impersonales. Ninguna esquina puede ser identificada como singular. Es el momento de recuperar esa memoria de luces de neón, que además de la comercialidad cumplía un papel estético que daba belleza a las noches. Los carteles anunciadores de comercios han pasado a ser un simple corta y pega, sin estética ni mensaje cautivador alguno.
¿Quién tiene en su memoria la Bombilla más grande jamás diseñada por el insigne ingeniero Ramón Domínguez Valero en la esquina de la calle Novena con Barrié? ¿O el cartel del detergen “Saquito” en la calle María Arteaga, o el luminoso de Alfa en la calle Ancha, o el escaparate de la Sastrería Robles con su letras de metal reluciente, o el luminoso de Créditos Rucas o el de Hermu? ¿Y el inmenso toldo de Merchan? ¿Quién no vio la Plaza de San Juan de Dios iluminada con los neones del Mikay?
Nuestras autoridades municipales deberían velar por la estética de la ciudad que es parte importante de su patrimonio y de su historia.