Nochebuena
En la cocina comunitaria de la primera planta grandes ollas estaban preparadas para el albergar los avíos de un majestuoso puchero para más de treinta vecinos
Desde hacía varias semanas el frío calaba los huesos. El corto camino que separaba el número 11 de la calle Consolación, actual Cristo de la Misericordia, del Colegio La Viña, había que hacerlo por las mañanas temprano, muy bien pertrechado con ropas de abrigo. Los ... días amanecían grises y, sólo al mediodía, a la hora del recreo, unos tibios rayos de sol intentaban calentar rostros sonrosados y manos pequeñas con sabañones. Era el último día del primer trimestre del curso escolar, para jolgorio de los que aprobaban todas las asignaturas, y desengaño de los que arrastraban algún que otro suspenso para después de Reyes. Nada más salir del colegio sabíamos que habían dado el pistoletazo de salida a la Navidad de aquel año. La radio del Bar Las Banderas y el de la churrería de la Calle San Pablo, esquina con los Callejones, competían en la cantinela de ¡veinticinco mil pesetas!
De vuelta a casa de mi abuela todo parecía distinto. En el patio, Gloria la del partidito frente a la cocina comunitaria de abajo, había colocado entre sus plantas y flores de Pascua, en tiestos de latas grandes vacías de pimentón de La Vera, un Misterio con la mula y el buey, y los Tres Reyes Magos. Hacía varios días que las mujeres del vecindario se habían puesto de acuerdo en el menú que se iba a compartir esa Nochebuena. Los pequeños sabíamos lo que guisarían, porque en el lavadero de la azotea se habían instalado dos pavos muy grandes y una pava coquetona que daban buena cuenta del maíz que le llevábamos por las tardes. En la cocina comunitaria de la primera planta grandes ollas estaban preparadas para el albergar los avíos de un majestuoso puchero para más de treinta vecinos, hecho con la artesanía de muchas horas de hervor y el fuego pausado de unos anafes con carbón. María, la del rincón, se iba a encargar este año de hacer la masa de los pestiños, aceite, matalahúva, vino blanco y harina “lacarmita”. De la miel se encargaba Pedro, que conocía a alguien de la Sierra. La encargada de dar la extremaunción a los pavos era Mama Ana. De responsable de los ingredientes del guiso era mi abuela Lola. Ajos, cebollas, zanahorias, puerros, almendras, aceite, vino blanco, laurel, pimienta y unas ramitas de romero, una cacerola cuartelera y anafes a todo meter. Mis padres se les encomendaban los polvorones, mantecados y turrones. Los Cervera, que trabajaban en el muelle, habían prometido traer algo de marisco, si no nos conformaríamos con unas huevas aliñadas.
De las bebidas, vino de Chiclana, moscatel, anís, coñac, Licor 43 y Cacao Pico, se encargaba ‘El Lamparilla’. Mis tías, Pepa y Victoria, del pan y de las aceitunas aliñadas. A mediodía del 24 ya había empezado el jaleo. Como siempre, en la Lotería no había tocado nada, pero las ganas de jarana eran manifiestas. El aroma a pestiños enmelaos, y un tufillo a alhucema, que venía de una pequeña fogata, impregnaban los villancicos. Zambombas, panderetas, campañillas y almireces, aparecieron por arte de magia en los patios. Manolo, el de abajo, le pegaba bien a los Campanilleros, los coros de la chiquillería repetíamos «los pastores son…» La calle entera se contagiaba de buenaventura. Los más religiosos se iban a la Misa del Gallo. A la vuelta la fiesta seguía. ¡Como esas Navidades, ninguna!
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