Generación tapabocas
La infancia y la senectud han sufrido en sus carnes la pérdida de ese roce tan necesario para hacernos mejores como personas y que nos mitiga los achaques y la soledad
«Luisa y Carlos habían nacido a la vez, eran mellizos. Parecerse, lo que se dice parecerse, no se parecían en nada. Ella era morena, pelo negro, ojos rasgados y una sonrisa encantadora. Él, en cambio, era muy blanco de piel, pelo claro y una ... expresión socarrona que apuntaba maneras. Acababan de cumplir tres años e iban a empezar su segundo ciclo de Educación Infantil. De sus abuelas y abuelos, que vivían en otra provincia, no recordaban apenas nada. Solo los reconocían a través de una pantalla y no guardaban recuerdos algunos de besos, abrazos y carantoñas. En su guardería habían comprobado que sólo se reían los niños y las niñas. Su ‘seño’ llevaba un artilugio en la cara con el que sólo se le veían sus alegres ojos. Un día lectivo, Carlos, al llegar a casa le preguntó a su madre. Mami ¿Los otros papás y las otras mamás y las personas mayores tienen bocas con las que poder dar besos?».
Para Charles Rosenberg, historiador de Medicina de la Universidad de Harvard, las epidemias se desarrollan como dramas sociales en tres actos. Los primeros signos son sutiles pero por el deseo de seguridad y la necesidad de protección de los intereses económicos, los ciudadanos ignoran las pistas de que algo va mal, hasta que la aceleración de los contagios y la lista interminable de personas fallecidas les obliga a reconocer el desastre. En un segundo momento la ciudadanía exige y demanda explicaciones a sus gobernantes, tanto en forma de respuesta sanitaria como de exigencias de soluciones económicas y de amparo moral. Y finalmente las epidemias se resuelven sucumbiendo a la acción social o agotando las víctimas susceptibles.
Las repercusiones afectivas que ha provocado la pandemia no dan respiro alguno. La cuarentena, el confinamiento, la distancia social y las amorfas y despegadas nuevas formas de relacionarnos nos afectan a todos. Pero, como siempre, los más perjudicados son los más vulnerables. La infancia y la senectud han sufrido en sus carnes la pérdida de ese roce tan necesario para hacernos mejores como personas y que nos mitiga los achaques y la soledad de los últimos días. La filósofa Victoria Camps, en su último libro ‘Tiempos de cuidados’, nos habla de la necesidad de desarrollar una ética basada en el deber individual de cuidar. «El Estado podrá hacer residencias para las personas mayores, pero no podemos pedirle que haga compañía y dé cariño y ternura a las personas».
Por otro lado, tenemos a los que aún están por descubrir sus lazos afectivos, aquellos que son ciudadanos en ciernes y que, de su buen desarrollo, serán las buenas personas del mañana. La Plataforma de Asociaciones de Psiquiatría y Psicología Clínica por la Salud Mental de la Infancia y Adolescencia ha elaborado un informe donde pone de manifiesto las evidencias y las recomendaciones para que esta Generación Tapabocas salga lo más ilesa posible de este batiburrillo pandémico.
La falta de tardes de juegos en el parque, esos recreos parcelados, esas entradas y salidas exprés de los colegios, están provocando cierta desnutrición emocional. La falta de achuchones, tactos, toques, caricias, abrazos y besos provoca tristeza y ansiedad. El miedo y la incertidumbre pueden marcar a toda una generación. En mi infancia, los tapabocas era el recurso educacional más socorrido ante la impertinencia infantil.
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