Botados
Lo bueno de las palabras es que son un sonido y no se las lleva el viento, y como tales se difunden por el aire sin conocer fronteras ni océanos
Sismos, demorar, chetos, fiaca, jurgo, vaina, carro, fome, quilombo, sifrinos, concha, frutillas, manejar, pepita, bohío, tomar. La lista puede llegar a ser casi interminable. Lo bueno de las palabras es que son un sonido y no se las lleva el viento, y como tales se ... difunden por el aire sin conocer fronteras ni océanos. Lo nuestro es un auténtico privilegio de ida y vuelta. De aquí se fueron con unas formas y unas maneras, con una dicción y un significado, y volvieron transformadas con un acento más dulce y otras maneras de entenderlas. Desde nuestro puerto embarcaron en barcos y galeones con lastre y volvieron con la carga más preciada, en términos de riqueza mal gastada, de placeres culinarios que han dado lustre a nuestra cocina, y de una forma de entender los cantes.
La iniciativa de la Asociación de la Prensa de Cádiz para organizar el X Congreso Internacional de la Lengua española en 2025 no puede ser más oportuna. Esta ciudad, a la que el Atlántico une a Hispanoamérica, reúne más que méritos suficientes para que se le reconozca ese privilegio locuaz que nos distingue en acepciones, jergas y musicalidad verbal. Nuestro acento huele a melaza y a romero, y sabe a mangos y a erizos. El Congreso organizado por las Academias de la Lenguas y el Instituto Cervantes ha recibido el apoyo de multitud de entidades culturales y administraciones.
Decía Horacio Quiroga, él que para muchos es el padre del realismo mágico, que «el cuento es, para el fin que le es intrínseco, una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco». Nuestra diana es esa lengua que hablan casi 600 millones de personas, que lo mismo tiene la austeridad y sobriedad del castellano más academicista que se convierte en dulce y melosa nada más oler a mar. El Coronel Aureliano Buendía de Gabriel García Márquez, la Maga de Julio Cortazar, Filomeno de Gonzalo Torrente Ballester o Daniel el Mochuelo o el Cipriano de Miguel Delibes dan buena cuenta de esta riqueza gratuita que es nuestra lengua. Cuando se torna negra, cuando lo que transmite es dolor y sufrimiento todo se derrumba. Ni aún la voz de un niño sollozando de pavor es capaz de paliar ese sentimiento cruel que hace unos días percibimos todos los hispanohablantes al escuchar la palabra «botado». Con apenas 10 años, Wilton Gutiérrez procedía de Nicaragua, viajaba con un grupo de migrantes hacía EE UU para encontrar, quién sabe, si su Dorado. Huyó de su país junto a su madre que escapaba del acoso y la violencia de su pareja. En la frontera norte de México, a más de 3.000 kilómetros de dolor, a las puertas de la esperanza, que era la única energía que se les convertía en ganas para seguir, fueron secuestrados. El rescate 5.000 dólares por cabeza. Era el precio de la libertad fronteriza. No tenían plata para los dos. Ella decidió que fuera Wilton el que prosiguiera el camino, tenía toda la vida por delante. El grupo lo botó y lo dejo a su suerte en el inhóspito desierto.
Todas las palabras tienen más de un significado, algunos se sufren en las carnes.