Auctoritas y potestas

Cada vez hay que dar más la razón a Pedro Pacheco: «Nuestra potestas es un auténtico jolgorio»

Antonio Ares

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Algunas tardes, cuando la primavera empezaba a teñir de luces de colores el ocaso y la tibieza se instalaba como norma en el vestir, nada más salir del colegio, en grupo, acudíamos a la Plaza de San Antonio. Algunos de nosotros siempre era poseedor de ... una pelota de trapo. Allí comenzaba nuestra Champions League de entretelas. Esos pseudobalones algo deformes con telas de cuadros y floreadas rodaban poco y tenían dos problemas difíciles de solventar. No se podían rematar de cabeza, y si se mojaban te pringabas al primer balonazo. El único juez que marcaba los tiempos era el guarda de la Plaza. De mediana edad, con bigote y algo mal encarado, con uniforme algo desangelado, merodeada en nuestra cancha mal delimitada. Nadie discutía sus decisiones, su silbato marcaba el final de la contienda. Para todos, aquella persona tenía auctoritas.

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