CULTURA
Anómala hermosura
La realidad exterior y la emoción interior convergen en los poemas de Ramón Pérez Montero, como en su nueva obra ‘Palabra de Adán’»
Cada experiencia de belleza recuerda un paraíso perdido y llama un paraíso prometido», afirma François Chang para señalar el carácter desgarrador y al mismo tiempo la capacidad de restauración de toda experiencia de belleza. En su brevedad, en su intensidad, la poesía suscita la nostalgia y la esperanza, los momentos de esplendor vividos y perdidos, y el frescor del amanecer del mundo con que aún soñamos. «Amor, no desesperes. /Hoy estrenamos un mundo / de anómala hermosura». Así comienza ‘Palabra de Adán’, de Ramón Pérez Montero (Medina Sidonia, 1958). La belleza está en nuestra época tan pervertida de cosmética, de instrumentalización y de afán de dominio que el adjetivo «anómalo» es exacto: resulta insólito encontrar autenticidad en las formas y en las palabras, no ejercicios de estilo para el propio alarde o la propia promoción y venta, sino un impulso hacia la comunión con la vida y la plenitud. Ya en los versos de ‘La mirada inclemente’, el primer libro de poemas de Pérez Montero, un singular y ambicioso proyecto de casi ochenta poemas inspirados en el mismo número de fotografías antiguas de Medina Sidonia, el centro símico del que emana el temblor no es otro: «En lo más profundo de la belleza / Si sabemos escuchar atentamente / Puede oírse siempre el eco / Del dolor animal / Que da pujanza a nuestros pasos».
La realidad exterior y la emoción interior convergen en los poemas de Ramón Pérez Montero. La descripción metafórica conecta con la indagación en la identidad y en los recuerdos, y es su núcleo germinativo. El poema ‘Pausa’ es una poética donde se manifiesta esa aspiración: «contemplarme a mí mismo, / recuperar fragmentos del pasado, / revivir los recuerdos, / anudar el presente / al fecundo cordón de la memoria». La cal que cubre los muros, la lluvia, el viento («ese látigo invisible / que es a la vez humillación y azote»), una tinaja que se rompe o el agua de una fuente despiertan en el sujeto el asombro por el milagro de la existencia, la perplejidad por el paso del tiempo y la conciencia de la muerte, con la que tenemos una «imperiosa cita». Textos como ‘Carnaval’, ‘Espejo’ o ‘Pájaros’, entre otros, ahondan en la consideración de lo que somos tras las máscaras, en la mirada de los otros y en la propia experiencia del fracaso, los deseos incumplidos y los sueños rotos. Destacan, por su contenida sentimentalidad y su toque de ironía, los poemas que se detienen en recuerdos de juventud, noche y placer como ‘Al borde del abismo’ o ‘Furtivo reino’. El desgarro emocional que surge de anudar contemplación y tiempo se resuelve, sin embargo, en energía («Plantarle cara al tiempo: eso es vivir») y en descreída serenidad (‘Confesión’).
En ‘Palabra de Adán’ el tono de vitalismo y celebración está acompañado por acordes en los que suenan notas de amargura. Ese claroscuro tiende sus raíces hasta un sustrato barroco: la ironía quevedesca, con su mordacidad (‘La carihuela del cementerio’) y sus juegos de ingenio (’La vida es cosa seria’, ‘Los condenados’), el desengaño de ‘Todo es mentira’ o ‘Comprensión’, y la presencia constante de la muerte. El poema ‘Flauta de piedra’ no es sino una meditación frente a las ruinas que encuentra en la ermita del Cristo de la Sangre de su localidad natal la justificación local para hacer que suene, con el viento entre las piedras derrumbadas, «la canción melancólica» que somos. La poesía misma es objeto de sospecha: las invectivas contra el género se acumulan en ‘Conclusión’, releyendo en clave crítica la ‘Rima IV’ de Bécquer; o en la emocionante elegía a la madre en ‘Deseo cumplido’, donde se constata la incapacidad de la poesía para saldar deudas o enmendar errores, aunque a la vez se reconozca su fuerza para «avivar la memoria». De ese mismo legado proviene quizá la querencia por un tono de línea clásica y una cierta inclinación a un decir que no evita la retórica, con sus juegos fonéticos, anafóricos y conceptuales, de sonora y a veces copiosa adjetivación (‘Océano interior’), y que tiene su vértice más palpable en el uso del soneto: ‘La pantera’, ‘El ocupa’, ‘ADN’ o ‘Soneto de Krebs’. La sentencia sapiencial marca con fuerza los versos, desde la apuesta por la sensatez de ‘El tiempo muerto’ o ‘Órdago a la grande’, hasta la exigencia de ferocidad y crudeza en los trabajos de la pasión de ‘Exigente amor’; lo que no puede cambiar es la actitud frente a la fatalidad y la suerte, frente al tiempo que todo se lo lleva: «El tiempo busca sólo / nuestra consumación. / Es la belleza el rastro que dejamos / en nuestra lucha diaria contra el tiempo».
Mención aparte merece la sección última del libro, ‘Apuntes de ciencia’, donde el conocimiento y el brillo verbal de Pérez Montero sacan lecciones existenciales al bosón de Higgs, al Big Bang, a la lucha invisible de los átomos e incluso a la hipótesis de una posible muerte térmica del universo. Si somos los hijos de una «primigenia aurora / de hace ya quince mil millones de años», que aún rige nuestras vidas con su vibración universal, quizá la clave consista en ajustar la conciencia «al fluir de lo existente, / cuando mi pensamiento se acompase / a la belleza inscrita / en el orden de todo el universo». Con capacidad para tender hilos conceptuales, con su vigorosa emoción contenida, Palabra de Adán nos deja en el fondo un autorretrato de alguien que aprecia existir en paz en una vida de rutinas y telediarios, aunque también en un mundo donde un objeto sencillo, una melodía de Satie o un instante de auténtico amor son un bálsamo que sana las heridas, y podemos seguir viviendo, agradecidos, como el animal herido y después liberado. Si comprendiésemos realmente esa emoción de plenitud quizá nos sobrarían, como señala el poema ‘Labrador del silencio’, todas las palabras.
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