Ramón Pérez Montero

Anima

Sarah Gavron, nos muestra en toda su crudeza el auténtico salto al vacío protagonizado por aquellas que lucharon por el voto en torno a la Primera Guerra Mundial

Ramón Pérez Montero

Sólo el hombre que haya acompañado a alguna a comprarse unos zapatos, o haya sido testigo del interminable escrutinio a la hora de elegir un pintalabios, sabe de la complejidad del alma femenina. Desde la visión burdamente masculina del mundo (caricaturescamente expresada en aquello de ‘hacer el amor y que me dejen tranquilo’) da vértigo pensar en el abigarramiento de una sociedad diseñada y regida por la cosmovisión de la mujer. Pero sería, sin duda, un mundo más hermoso.

Actualmente las mujeres que ostentan cargos de responsabilidad en esta sociedad aún dominada por los hombres, lo hacen porque han ajustado su mentalidad a los estándares de agresiva competitividad de los varones. Pero no creo que sea ese el camino si verdaderamente esta sociedad machista caduca pretender acoger la verdadera revolución que representaría la entrada de los auténticos valores femeninos.

Escribo esto tras asistir a la conferencia de mi amiga Isabel Díaz sobre este mismo asunto, cuando por otra parte mantenía aún vivas en mi memoria las imágenes de la película del pasado año, Sufragistas. Isabel, entre otras interesantes reflexiones, entonó el mea culpa acerca de los complejos y la débil voluntad femenina para desembarazarse de los estereotipos creados por los hombres y que las mujeres, con su pasividad, ayudan a sostener. Por su parte, Sarah Gavron, nos muestra en toda su crudeza el auténtico salto al vacío protagonizado por aquellas que lucharon por el voto en torno a la Primera Guerra Mundial.

Actualmente estamos asistiendo a la lucha sangrienta entre quienes defienden los valores masculinos dominantes (por supuesto hombres pero también mujeres que se sienten cómodas con este estado de cosas), y quienes pretenden integrar la sensibilidad femenina en una sociedad agotada, que apenas es capaz de dar respuestas originales frente a los desafíos actuales de nuestro estado de civilización.

Carl Jung, desde su amplio conocimiento del ser humano, llamó anima a la construcción simbólica de la mujer por parte del hombre. Como tal posee toda la fuerza de adherencia y todos los peligros de las creaciones simbólicas. Pero si hemos de dar entrada a ese chorro de aire fresco en nuestra viciada sociedad, tenemos que admitir a la mujer real, sensible y llena de complejidades, y no a la falsa ideación por parte del hombre. Las mujeres, por su parte, tampoco deben dejarse llevar por su visión fantasmal del hombre (animus, en la designación jungiana) si quieren implantar una verdadera igualdad en este mundo que amenaza con desmoronarse. Un simple reparto o traspaso de poderes del macho dominante a la hembra que asume ese mismo papel, no contribuirá sino a empeorar, si esto es posible, las cosas.

Robin Robertson, buen conocedor del pensamiento del psicólogo suizo, estima que, no obstante, el anima está siendo proyectada sobre el mundo, y, como ya se encargan de recordarnos los telediarios con la imparable hemorragia de víctimas, el ajuste entre este ideal femenino imaginario y la feminidad real de las mujeres está siendo una tragedia de mayores proporciones que la que en su día fue la de las heroicas sufragistas.

La relación entre el hombre y la mujer, incluso en el plano individual, posee un carácter conflictivo, como no podía ser menos al tratarse de dos visiones radicalmente opuestas del mundo. Esta compleja relación sólo tiene dos salidas. O bien se rompe, de forma pacífica o violenta, o bien se resuelve con el correspondiente enriquecimiento para ambos. Sería de desear que nuest

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