Todos se van
La noticia de que ese gran comercio podría cerrar hizo que se confirmara lo que temíamos: nos estamos convirtiendo en pueblo

Una noticia sobresaltaba esta semana los corazones de los gaditanos. Lo publicaba LA VOZ y rápidamente se activaron las alarmas, repicaron a duelo las campanas y las antorchas se encendieron en las torres mirador para que, desde más allá de la playa, pudieran ver la ... gravedad de lo que sucedía. El Corte Inglés podía cerrar. Al menos, se lo estaba pensando y eso ya era suficiente amenaza. Luego se calmaron las aguas, las ventas estaban aumentando porque, como ya sucedió en Las Cortes, venían de San Fernando al rescate. El duque de Alburquerque, con capa de capitalismo, contenía la amenaza a las puertas.
La noticia iba más allá del hecho en sí, aunque los trabajadores y los vecinos del entorno dirán que ese hecho ya es mucho trecho. Pero, a lo que iba, el gaditano medio –ese que se queja de la cola para coger el 1 en Residencia y olvida, ante las primeras gotas de una tormenta, los misterios de la conducción– sintió que el anuncio de la posible marcha era una muestra más de la decadencia de la ciudad, de que por el segundo puente no iban a venir los emigrados cantando por Bienvenido, sino que iban a salir para ver un cartel con el nombre del comparsista en otras localidades. Temor y temblor, ya nos imaginábamos la Tacita desordenando su nombre y costumbres y acabando como una Itálica abandonada en la que, campos de soledad, mustio collado, las generaciones futuras se preguntarán qué clase de cataclismo sucedió. No fue la fiera ola del tsunami ni la cruel espada del invasor, sino una plaga mucho mayor: la desidia. Y contra esa plaga no valen hospitales construidos en 10 días Made in China ni comparsas en 15, Made in Carapapas.
Cádiz se pone en pie o hace cola para lo accesorio y siestea en lo imprescindible. Para el Carnaval, la Semana Santa, el fútbol. Para lo demás, se tumba a ver cómo se van sus hijos pensando que, 3.000 años no son nada, puede tener más. Como esa abuela que ha visto salir por la puerta a sus hijos y no venir a sus nietos más que para devorar torrijas. Peor que caer en la destrucción es la irrelevancia y la Salada Claridad, emigrante a emigrante, oportunidad a oportunidad, lleva el camino de ser un puntito pequeño en el mapa de los que solo se buscan cuando hay ganas de cazón.
Nos ha pasado a los gaditanos con el amago del cierre como al marido burlado que barrunta que ese olor que descubre en su mujer pertenece a otro hombre, como a la mujer que simula creer en las razones de las extrañas ausencias del esposo. Y de pronto, cayó el último grano del reloj, recibe un disparo de realidad y un día el amor se marcha. Como se le puede ir a una ciudad, que sospecha que puede acabar convertida en un pueblo más, de una mañana para otra, un centro comercial.