Sympathy for the Kichi
Yo sé lo que es hacer el ridículo y meter la pata de manera constante así que, para mí, él es símbolo, héroe y mártir
Creo que ha sido mi insobornable gusto por las causas perdidas, por apostar por las rodajas duras del pan de molde con la esperanza de que alguna vez mejoren su sabor, lo que me ha ido aupando, peldaño a peldaño, hacia el más rutilante fracaso. ... Desde mi más tierna edad he sentido debilidad y compasión por los perdedores, espoleado por la intuición de que ésa era mi trinchera . El tiempo me ha confirmado que apostar por los parias era, en el fondo, barrer para casa, aunque ésta se haya ido llenando de pelusas de desaciertos.
Por eso, no puedo sino sentir una infinita ternura por el desliz del pasado miércoles de nuestro alcalde cuando, ensoberbecido como el Atlántico cuando golpea los bloques del Campo de Sur, pronunció su célebre «Lo que no puede ser es que esté este alcalde aquí solo...» . Él, que fantaseaba con que sus palabras sonaran como el «Yo soy un berlinés» de Kennedy o como el «Tengo un sueño» de Martin Luther King, se despertó de súbito con la implacable mano de Elena Amaya , con ese puñetazo de realidad en el que todos los dedos le estaban señalando. El «perdona» de la alcaldesa no tuvo piedad, como no la tiene el destino con los que tropezamos una y otra vez con los perdigones de nuestras imprudentes palabras.
Kichi fue, en el calor de la protesta laboral, un símbolo improvisado de todos los que metemos la pata con perseverancia y aplomo, un héroe de los que preguntamos por embarazos que nunca fueron y un adalid de quienes felicitamos por trabajos que ya se fueron. Carnavalero, alcalde y mártir de quienes casi provocamos un divorcio ajeno por mezclar referencias y apellidos. Refugio de los que criticamos a un jefe propio sin darnos cuenta de que permanece agazapado tras el parapeto de su monitor.
Alcalde, no estás solo. Yo sé lo que es hacer el ridículo cuando, al calor de la locuacidad que prestan las hormonas, he tratado de impresionar a una mujer. A ti te ha pasado con un colectivo de trabajadores pero que ni su número ni su desesperación se interponga en nuestra metáfora. Tú con tus proclamas y yo con mis galanteos fuimos dos hombres (con cierta gracia malaje, pelo con querencia al rizo y un común gusto por las causas perdidas) con un mismo desatino. Solo que a ti te dio la palmadita Amaya y a mí el novio de aquella Elena que casi me hace arder Troya en la cara. Suerte que a mí cuando dije, con la misma sopresa que tú, «ahora sí», no me estaba grabando nadie .
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