Los phoskitos del César
Los lamentos de Kichi quedaron sobreactuados, como el pasodoble de una comparsa chunga
Les reconozco que me ha ganado. Cuando leí la invectiva de Kichi respecto a la gordofobia y cómo se sentía de dolido por los comentarios del populacho sobre que era cada vez más grande alcalde (nunca olvidemos que es el alcalde el que quiere ... el vecino, por mucha guasa que se gaste) me dije: «no, por Júpiter –de las gafas para adentro soy así de dramático–, no le voy a dar el artículo del domingo, que parece ser lo que busca». Pero como les decía, me he dado por vencido y, como un Vercingetorix de Santa María, me postro ante sus zapatillas –compradas en comercio local– y pongo las letras, las diéresis y el sangrado al servicio de su filípica. Perdón por la pedantería, quería decir rabieta. Porque aunque la pataleta se vista de seda, en mosqueo se queda.
Un mosqueo que es comprensible por la celebérrima carga gaditana, el equivalente verbal de la gota malaya, pero que le ha quedado sobreactuado como pasodoble de comparsa chunga. Como si en vez de ser discípulo de Tino y Bienvenido lo fuera de... bueno, ya sabe a quiénes me refiero. El evocar la homofobia, la lesbofobia, el clasismo o la xenofobia porque las camisas le cantan eso de «a desalambrar, a desalambrar» y los gaditanos se lo recuerdan no dista mucho del adolescente que le dice a la madre que la odia porque no lo deja salir una noche. Una exageración al estilo de las que se gastan en los últimos meses nuestros políticos a nivel nacional y de la que parecía que,de un tiempo a esta parte, se había curado el bueno de José María, sorprendido ahora de la respuesta del pueblo cuando se le da voz. Su imagen de jovencísimo alcaldito en el patio del colegio recibiendo las burlas de sus compañeros no es diferente a la que sufrimos algunos por ser bajitos, tener gafas o aparatos en las piernas. Yo estuve en ambos bandos de la trinchera, supongo que el alcalde, incluso de adulto, cuando se aludía a la imagen de una alcaldesa o a la papada de un concejal, también.
Que no se lo tome como algo personal, siempre será mejor que le sugieran que mete la mano en la alacena que en la caja y que le afeen las formas que los fondos . Cuentan las crónicas que cuando Julio César –venga, vamos a seguir con las exageraciones– llegó a Roma de las Galias, sus tropas iban cantando «aquí llega el calvo libertino, esconded a vuestras hijas, esconded a vuestros maridos». Y no se recuerda al bueno de Cayo escribiendo sobre la ‘calvofobia’ y evocando el sufrimiento que todos los romanos sufrían, ab calvo ad calvum, desde Gades hasta Palmira. Aunque la palmira fuera de chocolate.
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