Otoño de talibanes y patinetes
En este septiembre con color de lunes nos queda la sensación de que, en Cádiz y en el mundo, todo huele a repetido
Venga, es septiembre. Vamos a ser optimistas. Todo va a ir a mejor, el cielo es razonablemente azul y el aire está moderadamente limpio. Pondría una lavadora para empezar el día haciendo algo útil, pero aún estoy pagando la hipoteca de cuando nos creíamos que ... ataban los ladrillos con longanizas y no estoy para despilfarros. En el desayuno, con curiosidad gatuna miro el periódico, pasando prudente las páginas, patita a patita. Los talibanes son los dueños de Afganistán y volvemos a la casilla de salida. Como cuando en el juego de la oca caes en la muerte y tu sobrino de siete años te deja hacer trampas, los señores del turbante y el Corán han permitido una evacuación que ha hecho de los aviones militares unas recias arcas de Noé custodiadas por porteros de discoteca. Los que alguna vez compararon los Estados Unidos con la Roma imperial estarán gritando en la Casa Blanca «where are my legions?»
Decirle, amigo lector, que saltar de los periódicos a las redes sociales me tranquiliza sería mentirle tanto como un político hablando de compromiso o un obispo de caridad. O al revés. La culpa es mía, no lo negaré, por tratar de buscar flores en la basura. Salgo a la calle y septiembre sigue tiñéndose de lunes. Los talibanes, el odio en las redes y la subida del precio de la luz no son nada si lo comparamos con la gran plaga que azota nuestras ciudades en España y Europa: los patinetes eléctricos. No me cabe duda de que si volviera Atila –qué generoso uso del condicional– cambiaría sus dóciles caballos por estos infernales leviatanes que ni en la acera son pacíficos ni en el carril bici vistosos. Que ni corrigen la pereza ni alegran al verlos pasar.
Pero no todo va a ser quejarse. El otoño que pronto empezará (el principio de septiembre marca un inicio ficticio, una especie de prórroga cariñosa por delante) debe ser la estación que le marque la puerta de salida al coronavirus, esa prueba del siete que ha puesto en su sitio a los médicos, periodistas, policías y funcionarios y que dejará de ser el refugio de tanto perezoso en busca de excusa y el listón de tanto involuntario forjador de heroísmos. El verano ha sido un pequeño adelanto de un mañana que recuperará la alegría y donde caerán las mascarillas, pero que retomará sus empujones, sus llenos, su mal olor constante y su «esto por intenet no puede hacerse». No soy optimista, de esta crisis sanitaria que parece que se marcha no sacaremos nada bueno. Conforme avancen los meses seguiremos con los mismos vicios y la misma cara de pocos amigos, con los mismos lunes con sabor a repetido. Con los talibanes en la tele y los patinetes en las calles.
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