Una milla de oro en cada Cádiz
Hay una milla de oro en La Laguna, en Loreto, en La Viña, en San Carlos... en cada sitio donde los comerciantes están volviendo al trabajo
Dicen los madrileños, que son muy de decir y decidir, que tienen una milla de oro encerrada en su ciudad. En ella, en lugar de habitar seres dorados, pululan unos rebeldes de gomina y chaleco de los que, no se preocupen, no hablaremos aquí. Que ... se queden en la corte con sus guerras que yo, en mi orillita del mapa, donde España y el miedo empiezan a disipar su nombre, vengo a hablarles de la milla de oro que en vez de cacerolas tiene freidores y que en lugar de palos de golf, saca los pitos de caña cuando quiere presentar batalla.
Es una milla en la que a golpe de pies puedes plantarte en La Bodeguita y pedir un moscatel chiclanero que a fe mía recompone más que el bálsamo de Fierabrás. Si los astros son propicios, es posible acompañarlo de unos chicharrones que parecen ambrosía hurtada al mismo Júpiter. A no muchos metros, en el mostrador de Ernesto puede el afortunado visitante quedarse prendado como Audrey Hepburn en ‘Desayuno con diamantes’, si es que pudieran vender atún o chocos en ‘Tiffanys’. En la frutería de Pedro, las manzanas, naranjas, melocotones y demás pecados terrenales se acomodan en las toscas cajas para ser entregadas como estatuillas de un premio que se lleva quien se acerque a comprar.
Como en toda milla de oro, no faltan sus restaurantes exclusivos, como –la memoria reciente me atrapa y secuestra casi tanto como la histórica– el chiringuito El Potito, con unas vistas y un servicio que de noche brillan más que las estrellas que lucen cielos y guías. Como el resto de locales que han alzado, de nuevo, la caña y la baraja.
Pero no todo va a ser comer en esa áurea barriada. Puede uno pedirle a Manolo (o a Francis) que arregle en el pelo el estropicio que la naturaleza y su madrastra el tiempo han hecho en la cabeza, que luego puede quedar amueblaba y reconfortada con los libros de Las Libreras o Plastilina, que en nada tienen que envidiar los anaqueles de la joya de Alejandría.
La milla de oro está en cada Cádiz. En el de La Laguna, que es mi caso, o en el Cádiz de Santa María, o en el de Loreto, La Viña o San Carlos. Cada establecimiento que está reabriendo, cada aristocrático currante que remueve las bisagras, es el último escuadrón de esta vuelta de tuerca a la normalidad que estamos viviendo. Una normalidad en la que el distanciamiento no tiene que hacer que nos alejemos de lo que es nuestro y que tenemos que conservar, donde las mascarillas no puedan frenar el olor a cazón y a mar. Una milla de oro en cada Cádiz donde viven unos comerciantes que esperan, más que nunca, nuestras medallas.