Joaquín Sabina y la pirámide
Esta semana, ay, ni patronas, ni pesoes, ni barquitos, ni lealtades. Permítanme que solo piense en el pregonero
El otro día –ya saben, ese periodo comprendido entre el 7 de febrero de 1981 y esta misma mañana– leía un teletipo con unas declaraciones de Joaquín Sabina que afirmaba que no volvería a subirse a un escenario hasta que no se pudiera estar sin mascarilla ... y en unas condiciones que, por mantener la coherencia narrativa, se dieran en febrero de 1981 quitando el hecho de que entraran guardia civiles con aviesas intenciones. «Será subirme al escenario para decir hola y adiós», recogía ese trozo evangélico de lo que eran unas largas declaraciones del divino ubetense. Les confieso que la lectura me amargó el día. Problemas del primer mundo son. Ni el coronavirus, ni el volcán de la Palma, ni los preparativos de la cosa de los barcos en Cádiz importaban ya. La idea de que Sabina pudiera apagarse como el Sol después de consumir su hidrógeno (el Sol, quiero decir) me dejaba más triste que un asesor de Diputación que hubiera consumido su confianza (de la presidenta, quiero decir).
Cuando el hecho biológico se imponga dentro de muchos, muchos años, y Sabina dé su postrero pregón, sólo una cosa dispongo: que se haga en mí según los antiguos egipcios y que, con el cuerpo frío y enjuto del cantautor, en la pirámide introduzcan también el mío, más corto –lo sé–, más gordito –lo supongo– y más caliente –deseo–. Sirva esta columna como documento fedatario de mi deseo, al estilo del código ético que firmara nuestro alcalde hace años asegurando que, salvo que bajara el mismo Ernesto Guevara a pedírselo, no repetiría como alcalde.
El mismo día que leía la noticia de Sabina y fantaseaba con ese mausoleo de fan histérico, dábamos cuenta de lo que sucedía en la acera socialista. Yo que fantaseaba con una fidelidad más allá del barrio de los quietos me topé con un partido y una entidad provincial convertida en un reñidero de gallos. Las lealtades políticas, lejos de durar lo que una vida, tienen severos problemas para llegar al siguiente fin de semana. Como esa amiga que me decía que ella no se planteaba llegar virgen al matrimonio, que con llegarlo a su casa ya tenía bastante que hacer.
Si la lealtad es, como el bitterkas, una de esas cosas que se está perdiendo, la fe está en sus horas más altas. El pasado jueves la ciudad se echó a la calle para festejar que cierta normalidad nos había sido concedida. La misma religiosidad popular, con parecidos atuendos y olores, lo está haciendo este fin de semana para celebrar a esos santos paganos de los catamaranes que nos traen aires de antiguas regatas prepandemias. Pero esta semana, ay, ni patronas, ni pesoes, ni barquitos. Permítanme que solo piense en Sabina.