De 'Gemlins' y mascarillas
Sólo tres normas se pedían para que el monstruo no se descontolara y todas las hemos incumplido
Es un juego muy sencillo y cruel. Lo puede usted practicar con el niño que tenga más cerca. Le ofrece alguna recompensa (tampoco nada maravilloso, una chuchería o similar) a cambio de un objetivo sencillo: no debe pensar en un elefante rojo. Y no vale ... mentir porque usted (puede emplear los mismos mecanismos de persuasión de la religión) descubrirá el engaño. El niño, ‘porehito’, no pensará en otra cosa. Ha sucedido siempre y siempre sucederá, no hay como que nos digan qué no hay que hacer para que vayamos rápido a caer en la tentación. Llámase comer del árbol prohibido o poner palos en las ruedas de toda esta situación que nos ha venido como del rayo, a poner barreras a la primavera.
Hace poco, divagando con unos amigos, empezamos a comparar el coronavirus y todo lo que trae aparejado con películas. El aburrimiento nos lleva por callejones ya recorridos por muchos, pero con extraños recovecos de aportación propia. Un amigo habló de ‘La Purga’, otro, de ‘El Hoyo’ y el de más allá, de ‘Soy leyenda’. Y yo, que tengo un gusto más infantil por las cosas y una memoria sentimental de lo más chapucera, dije que para mí estábamos viviendo una secuela en toda regla de los ‘Gremlins’ y reté a duelo (de cervezas) a quien no me diera la razón. Les supongo a todos al corriente de la película ‘Gremlins’. Un joven recibe una especie de híbrido entre gnomo y monito llamado Mogwai. Parece inofensivo y, con este ser llegado de China, sólo se deben cumplir tres preceptos: no le debe dar la luz (pues lo lastimará), no debe mojarse (o se multiplicará) y no debe dársele de comer después de medianoche (o se volverá maligno). Hasta cuando teníamos cinco años sabíamos que (oh campo de soledad, mustio collado) todo acabaría sucediendo con puntualidad hollywoodiense. El resultado, ya lo conocen, decenas, cientos acaso, de mostruitos campando a sus anchas y destruyéndolo todo porque no se cumplieron los preceptos.
Con el coronavirus todo parecía controlado en febrero, cuando en estas columnas y en las coplas de Carnaval bromeábamos con el bicho. Y se oían voces diciendo qué no había que hacer. Normas fáciles: guardar la distancia, usar mascarillas, evitar aglomeraciones, controlar a quienes venían de zonas contagiadas. Lo que ha sucedido nos ha espantado pero no nos ha sorprendido. Todo se ha ido incumpliendo y se han ido poniendo las medidas cuando todo estaba descontrolado, como quien le pone la funda al teléfono ya roto. Ahora nos dicen que no nos confiemos, que sigamos en casa pero muchos, ante el menor signo de esperanza, parece que ya le quieren dar de zampar al monstruo pasadas las doce de la noche.
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