De mi felicidad y de sus muertos
A mí, en verso o en calabaza, bien me gusta un festivo, pero hay momentos en que hay que acordarse de la UTE de muertos que nos regalan momentos de felicidad
Soy feliz, soy un hombre feliz y quiero que me perdonen, por este día, los muertos de mi felicidad. Dentro de dos días, según el calendario que me aprendieron las monjas cuando chico, será la Conmemoración de los Fieles Difuntos , el día de ... los muertos en román paladino. No les soltaré esa perorata manida de si el Tenorio o si Halloween , de si Walpurgis o Lemuria , que a mí, en verso, disfraz, túnica o toga bien me gusta una celebración, un día libre y que los bares se engalanen con coloridos adornos. Cuando era joven, no les engañaré, también me gustaban otras cosas que, como ya atardece antes, no les narraré.
Pero les decía, ahora que estamos inmersos en la Navidad de muerte y naranja de estos días extraños, que uno, en ocasiones, tiene destellos de felicidad y que gran culpa de ésa, como cantara con mejores dedos Silvio Rodríguez , se debe a muertos tan recientes que aún huelen o tan antiguos que sólo son aroma. No crean que estoy hablando de experiencias stendhalianas mirando el arrebol del sol al ponerse. El sol es un acomodado funcionario que, en rigor, no tiene otra cosa que hacer salvo salir y ponerse, cosa que también hacen los jóvenes sin merecer tanto aplauso.
Me estoy refiriendo a esas cosas que hacemos los mortales. Asuntos sutiles, ingrávidos y gentiles como pompas de jabón. Esta semana se ha inaugurado una exposición sobre los hermanos Machado (los Estopa de la metáfora y el octosílabo) en la Fundación Unicaja con manuscritos de ambos. Por una extraña suerte, en un momento me quedé sólo ante uno de los textos de Antonio, escrito de su puño y letra mucho antes de que todo fuera spotify, selfie e Instagram. Y en ese bendito momento sentí el peso inapelable de la felicidad trabajada, de la que llega cuando se lleva toda la vida comprando boletos para que, en un segundo inesperado, te toque.
Y evoqué, las fechas también ayudan, a todos los muertos de esa felicidad. Pensé en la santísima trinidad que se había unido, como una UTE que soborna a técnicos y concejales, para ese momento. Estaba mi madre, que me abrió las puertas del amor a la lectura y a la poesía. Estaba Salvador, el profesor de instituto que me hizo de cicerone de Machado como un Virgilio que olía a Ducados. Y, claro, estaba don Antonio, que me mostró la belleza de estar en paz con los hombres y en guerra con las entrañas. Entre cartas, Soledades y Campos, preferí por un instante darle calabazas a las calabazas y acordarme sólo de los muertos, benditos muertos, de mi felicidad.
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