Las cutreces de la muerte
En la cuarentena hay quien, con su irresposabilidad, le está haciendo el trabajo sucio a la muerte
Cuando llamó la muerte a la puerta, la recibí en chanclas y una camiseta falsa del Cádiz. Cuarentena y elegancia siempre siguieron caminos distintos. «Menuda pintas traes», retumbó su voz severa mientras yo, que pensaba que era el de Amazon, me asombré de que tuvieran ... que llevar guadaña para hacer los repartos. «La hora es llegada, mortal, el juez infinito te espera. Acompáñame y di adiós a la vanidad del mundo, cayó el último grano de arena del..». Si les digo la verdad, me fastidió más que no fuera el mensajero que la irrupción del fatal destino. Al fin y al cabo, todos sabemos que vamos a morir tarde o temprano, pero nunca cuándo llegará el de Seur.
«Vamos a ver, Paca», «Parca», me corrigió resignada sin perder la majestad en el gesto. «Eso, perdone, que yo le quiero acompañar, pero ahora con el confinamiento no podemos abandonar la casa. Que a ver, que es cierto que salgo a pasear al perro cuatro veces, que me he graduado las gafas y que, bueno, a las compras voy cada mañana porque no es cuestión de que...» «Calla mentecato, –la muerte es como esos señores que se gustan al decir palabras como botarate, membrillo o zopenco– ¿acaso osas demorar esta siega..? ¿Se puede saber de dónde surge esa sonrisa?» Me reía porque mi muerte ceceaba, tropezando en cada ese de su siniestro discurso, pero disimulé considerando su edad provecta y que había tenido que subir tres pisos para visitarme. «No, es que estoy pensando en que no se ha desinfectado usted las manos aunque, vamos, tampoco se crea que a mí el gobierno me va a decir que me las lave». Tras mostrarme las esqueléticas palmas comprendí que era de las que se había fabricado su propio gel alcohólico en casa. «Pero pase, pase mujer, no se quede en la puerta que hace corriente y luego vienen los resfriados». Me sentí ridículo por hacerle ese comentario a la pálida dama.
La muerte entró en mi piso y se quedó mirando los cuadros. Detuvo las cuencas de su calavera en la foto de mi orla. «Qué feo has sido siempre». Ese comentario, viniendo de quien ha visto tanto rostro arrasado por la guerra, tanto semblante deformado por la peste, me deprimió. Quise darle algo de seriedad al momento, así que busqué rápido en Youtube el ‘Dies Irae’ de Mozart. Ahora fue un anuncio de una casa de apuestas lo que dinamitó la solemnidad del asunto. Me miró y sonrió. «Sales tres veces a pasear al perro, usas la excusa de la compra todos los días, que si la farmacia, que si el quiosco... cómo no querías tener esta muerte cutre, con Carlos Sobera sonando de fondo. Pero no te llevaré». Respondió con rapidez a mi cara de asombro: «Al fin y al cabo, compañero, eres tú el que me está haciendo el trabajo en estos días».
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