Del conjuro y acogimiento de Alfonso

El caballero relata cómo Ibn Madyan le embrujó y, tras un curioso discurso, cambia su loriga por una camiseta de Extremoduro

Durante julio y agosto, retomo la vieja costumbre en prensa de emplear la columna de opinión como solaz literario. Cualquier parecido de los hechos con la realidad es pura coincidencia.

Habíamos dejado, en la primera entrega de esta suerte de aventura semanal , a ... Alfonso de Palencia recién presentado y a punto de hacerle con la espada a César y Víctor lo que VOX pretendería con los medios de comunicación. «Gente vil, ¿quién os manda? ¿Qué ocultan vuestras blancas celadas? ¿Dónde está ese infiel de Ibn Madyan que aquí mismo me burlaba?» Los dos arqueólogos estaban tan desconcertados como supongo al lector. Para ser broma era pesada aunque bien documentada, como el BOJA. César tentó prudente: «Mi buen caballero, habrá visto vuestra merced que desarmados estamos y no sería de cristiano atacarnos». Como viera que el desenterrado bajaba la espada, se aventuró. «Habéis dicho que servís al rey Alfonso pero, ¿qué número?» El caballero tomó por burla el comentario, pero aceptó no herir a dos hombres que esgrimían pinceles y palabras. «¿Creéis que el buen rey castellano es una jarra de vino que se cuenta según se trae? Sé que sirvo a él como antes a su padre, el rey Fernando». Víctor, en un aparte, empezó a cotejar lo datos en su móvil y creyó encontrar la respuesta. «¿Me estás diciendo que tu rey es Alfonso XI, que vienes del siglo XIV?», le requirió. El caballero estaba confuso. «Vine a luchar contra los moros y a tomar la plaza de Algeciras con las mesnadas castellanas y portuguesas. En una cabalgada, llegué a una villa a la orilla del mar, cerca de Tarifa. Allí me encontré con ese brujo de Ibn Madyan que me hizo uno de sus encantamientos y me emplazó a no ver la luz hasta que hombres de ciencia me desenterraran. Lo siguiente es tener a vuestras mercedes aquí».

César, al que se le morían hasta los cactus, no se entusiasmó con la idea de tener un encantado de otro tiempo. Cine y literatura le habían enseñado que eso nunca acaba bien. Lo primero era lograr que el nuevo personaje de las columnas dominicales pasara desapercibido, algo que no lograría con la espada, la loriga y el yelmo. «Tendrá que mudarse vuestra merced. En estos días, sus ropajes serán tenidos por locura», requirió César. «Podemos llevarlo al festival manga», se guaseó Víctor. Alfonso agachó la cabeza y sólo acertó a balbucir: «Si habéis de ser mis salvadores, confío en vuestras mercedes. Pero no me despojéis de mi nobleza». Unas bermudas de playero hawaiano, una camiseta de Extremoduro y unas chanclas que encontraron en el coche fueron su armadura y traje de camuflaje. Con la mascarilla no transigió. «¿Acaso pretendéis taparme la boca como a un animal? Por mi fe que no la llevaré». «Tantos años estudiando para desenterrar al tatarabuelo de Miguel Bosé», masculló Víctor. La aventura acababa de empezar.

Continuará

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