Cartas de Patrick: ‘Lawrence de La Caleta’
Ir a la playa es ahora vivir una trepidante aventura no exenta de riesgos y momentos de heroísmo, Patrick se siente como el mítico militar británico en ella
Durante los meses de julio y agosto, a modo de estival divertimento, la columna de opinión contendrá las impresiones de Patrick, inglés llegado hace un año a Cádiz para trabajar de profesor. Pese a sus anglicismos y lenguaje a veces forzado, he intentado respetar su ... prosa. Entre paréntesis irán mis acotaciones. Aquí están la primera , la segunda y la tercera de las cartas de Patrick. A continuación, la cuarta.
Yo no fui dicho (tanto hablar de la pereza española y la pasividad es lo que destroza a los ingleses) que ir a la playa podían ser tan difícil . Mi único miedo al llegar a España era que me pusieran un balcón que diera al mar, los británicos no perdonamos ni el té de las 5 ni el balconing de las 12. Cuando vi que mi casa sólo tenía un patio de luces que olía a coliflor y fritanga, respiré aliviado. (Disculpen el humor negro de nuestro amigo; dice que sólo puede criticar a los gaditanos si lo hace con sus paisanos). Pronto entendí que había peligros ocultos que desconocía.
Como la semana pasada, cuando quedé para ir a La Caleta. No sabía que era tan complicado. Como vivo por Extrapuertas (no entiende lo de Intramuros el gachó) discurrí que lo mejor era tomar la bici. El viaje por s u carril fue un insalvable camino de obstáculos donde no faltó ni el ciclista con el perrito a una correa pegado, ni el pelotón de padre divorciado con criaturas ni los adolescentes en amoroso y desmascarillado paseo. Notaron siempre que era extranjero y a mis timbrazos respondían con malas caras y con «losmuertolguiri».
Llegado cerca del Balneario, amarré mi vehículo y esperé a Chari, con quien tantas cosas del corazón he compartido (Patrick es así, se expresa como si antes de que él llegara, los gaditanos nos reprodujéramos por esporas). «Vienes británico, ¿no, corazón?» me dijo misteriosa, que yo atribuí a una puntualidad que aquí está en peligro de extinción. «Inglés, inglés apareces hoy, picha, ayúdanos, anda», abundó Javier cuando aparcó el coche. Como tiene dos hijos asqueridos (¿querrá decir asquerosos? ¿queridos?) cargamos con tres sillas, una mesa, dos sombrillas, una nevera y una bolsa con juguetes. Me sentía como un Lawrence caletero, sólo que en vez de chilaba llevaba mi camiseta del City –por eso me dirían lo de que iba de inglés– y mi bañador de Tinoco . Al llegar a la escalerilla temí que estuvieran evacuando Cádiz por mar: decenas de personas concentradas en la puerta, la Policía impidiendo el paso, alguien que se colaba gritando «libertad», como un William Walace (gran plomo vendiendo héroes de la pérfida Albión) con la fecha del nacimiento de Abraham tatuada en la espalda. Tras una hora esperando en la puerta, nos franquearon el paso. Un señor me miró y pensando que no le entendía dijo «dejan entrar a los extranjeros y a los de aquí, no» . Me había quitado la camiseta y pensé que me habría delatado mi piel sonrosada. Hasta que fui a quitarme las chanclas y comprobé, con espanto, que me había dejado los calcetines puestos.
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