Alfonso y el lance amoroso
Un tornafuye inesperado devuelve a nuestro caballero las mieles de la pasión
Durante julio y agosto, retomo la vieja costumbre en prensa de emplear la columna de opinión como solaz literario. Cualquier parecido de los hechos con la realidad es pura coincidencia. Puedes leer aquí la primera , la segunda , la tercera y cuarta de las aventuras ... de nuestro caballero.
«No es bueno que el hombre esté solo». Al igual que un perro coge la correa con la boca cuando quiere salir, Alfonso se llenaba la suya de frases de la Biblia cuando pedía algo. Era el único libro cuya lectura, o conocimiento, compartían. El caballero Alfonso de Palencia odiaba especialmente cuando le hacían referencia a ese tal Quijote, al que tenía por viejo mentecato y grandísimo hereje. «Demasiado moderno» replicaba muy a su sabor. Pero volviendo a la súplica del principio, acordaron acudir a una reunión en el chalé de unos amigos con Alfonso para que conociera a más personas que a ellos dos. Eran todos licenciados en Historia, Filología y demás carreras de humanidades, por lo que tuvieron que quedar un lunes por aquello del descanso de la hostelería. Alfonso había ido moderando modales y actualizando actitudes, pero la lengua le perdía, en especial por su falta de control cuando había cerveza en liza. «Más botellines y menos batallitas» se oyó en toda Chiclana mientras blandía una Cruzcampo a guisa de Tizona o, por su claridad, Colada.
No pudieron retenerle las riendas mucho y Alfonso se distrajo con una de las amigas de la fiesta. Le cayó bien, hablaba de la patria, del castellano y de la herencia cristiana, aunque no entendió muy bien lo que decía del comunismo y una tal Venezuela. A ella también le gustó al principio. No gastaba el tiempo en consideraciones de sentimientos, parecía tener las cosas claras y era un monárquico convencido. Incluso el antisemitismo que destiliaba a veces le parecía sexy. Ella pensó que su forma de hablar era una especie de juego y le siguió el rollo. Se sorprendió de que no entendiera ni una de sus indirectas amorosas por lo que, en un tornafuye que superó al propio caballero, hizo alarde de labios y le invadió los morros. «Santo Dios», se asqueó la pobre, que en su beso no sólo saboreó la batalla del Salado, sino el Descubrimiento de América, la Revolución Francesa, la industrial y hasta la caída del muro de Berlín. Al verlo, César entendió que en ningún momento le habían dicho nada de lavarse los dientes, a los que acompañaba un aroma de 681 años que hizo que esa batalla del amor se diera por perdida. «Os velaré en sueños, mi señora», rogó él. «Mejor vélame en el dentista, salao», rezongó ella despidiéndose, alejándose y poniendo fin a esta columna.
Continuará