Alfonso y el ataque talibán
A nuestro caballero le causa pesar que se llame medievales a lo que él tiene por meros endemoniados
Durante julio y agosto, retomo la vieja costumbre en prensa de emplear la columna de opinión como solaz literario. Cualquier parecido de los hechos con la realidad es pura coincidencia.
Nuestro caballero don Alfonso (del que puedes seguir sus aventuras primera , segunda , ... tercera , cuarta , quinta , sexta y séptima en estos enlaces) no era ajeno a lo que pasaba en el mundo. Gustaba de pasar las horas que tenía que estar dentro de la casa, en las que descansaban Víctor y César de sus excentricidades y sus encontronazos fortuitos, leyendo el periódico. Le costó al principio acostumbrarse a las modernas publicaciones, «leer es cosa de judíos, frailes y viudas de reyes», decía con el desdén que podría profesar un tuitero al cine español. Con paciencia, fue entendiendo algo de lo que leía (en papel, claro, en internet decía sentirse siempre burlado por los titulares «taimados como un infanzón aragonés») aunque cada vez comprendía menos el mundo del siglo XXI. Le indignaba que se llamara medievales a los talibanes, «pues vengo yo de esos días y por ventura que nadie haría lo que estos endemoniados».
En esas cavilaciones andaba cuando, de pronto, escuchó un estrépito en la calle que lo asustó. Se acercó a la ventana y volvió a sentir otro gran rugir acompañado de otros menores. «Por mi honra, que nos atacan; a fe mía que deben ser esos nuevos infieles. Pues no seré buen caballero sin no pongo fin a su felonía». No perdió el tiempo don Alfonso para bajar la escalera, aunque sí el aliento al alcanzar la puerta, armado de espada y desarmado de templanza. Vio a numerosa hueste que tomó por buenos cristianos que iban a combatir al enemigo que con ese rugir se mostraba. «Qué tiernos mozos acuden al socorro de esta patria», pensó al principio, aunque el que no llevaran ni lanzas y adargas le despistaba. El que más de uno no anduviera como conviene, sino como con vino, le indignó. Pero él se acercó constante a lo que creía la más grande ocasión que vieran estas columnas dominicales. Lo que parecían cañonazos venían de la zona del puerto y Alfonso vio lo que creyó una gran jaima talibana al fondo. «El alcaide Kichi no debió abrir las murallas, ahora vienen a por nosotros, pero me vengaré de los años que pasé hechizado en aquella cueva». Casi había llegado al real cuando lo que tomó por un infante sarraceno lo detuvo. «¿Ande vas, flipao?» Él, que no entendió, juzgó algarabía sus palabras y le arreó un espadazo rápido en la cabeza que lo dejó desmayado. Por segunda vez, y última, nuestro caballero acababa en comisaría y todos los que estaban asistiendo al concierto que se celebraba en la estación de tren supieron que un loco andaba suelto.
Continuará
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