Julio Malo de Molina - opinión
Amor virtual
En sus noches de soledad chateaba con amigos y amigas, eso liberaba su amargura
Irene nació durante los oscuros años cincuenta en una ciudad media de Castilla, la ‘jodida Castilla’ como decía mi amigo Álvaro Marchesi cuando le visité en pleno rigor del invierno mesetario; años después fue Director General de Universidades, pero entonces dirigía un seminario de los marianistas en Valladolid. Ella pertenecía a la típica familia provinciana ‘de orden’, su padre era un próspero empresario de la construcción, algo rudo pero honrado y trabajador; su madre, una amable y primorosa ama de casa de clase media. Desde muy chica asistió puntual y pulcramente uniformada al colegio de las hermanas carmelitas; fue una niña alegre y disciplinada pero de mediocre aplicación, aunque en su casa nunca la regañaron por sus deficientes calificaciones. Sus padres no pretendían que prolongara sus estudios más allá de un nivel elemental, como tampoco lo hicieron ellos, gente sencilla que pese a sus recursos no alimentaban aspiraciones culturales. Con dieciséis años dejó el bachillerato y empezó cursos de secretariado, pero sobre todo era una joven muy bella y agradable, hija única de familia rica y acogedora, no sólo fue un bombón sino además un buen partido; por entonces tuvo varios novios y disfrutó múltiples experiencias sexuales que la llenaron de placeres y de autoestima.
Escogió al peor de todos sus pretendientes para casar por la Santa Madre Iglesia, acompañada de un padrino orgulloso y una madre agobiada por perder a su niña; ninguno de los protagonistas eran católicos de convicción pero acataban los preceptos y ceremonias eclesiásticas como parte de un modelo de sociedad diseñado a la medida de sus intereses y ambiciones. Tal vez no fuera el peor de los novios, los demás quizás hubieran merecido también ese juicio al cabo del tiempo; había estudiado industriales en Deusto y fichó por una empresa solvente; sus relaciones con Irene se enfriaron y luego se deslizaron al despotismo machista más vulgar. Cuando sus tres vástagos se hicieron mocitos, la unión afectiva de la pareja ya estaba deshecha; Irene pensó que él tenía una amante pero luego supo que todo resultaba mucho más cutre; su marido frecuentaba locales de alterne, conocer eso destruyó moralmente a esa mujer que añoraba con dolorosa nostalgia su dichosa juventud.
Irene apenas tenía amigas de confianza porque en los barrios burgueses las mujeres suelen resultar insolidarias, por eso recurrió a las redes sociales. En sus noches de soledad chateaba con amigos y amigas, eso liberaba su amargura. Conoció a un humilde funcionario que escribía relatos cortos y poemas, se aficionó a comentar sus textos. Un día él citó a Platón quien sostenía que todo país contiene muchos países, como mínimo dos, el de los pobres y el de los ricos; Irene se sintió aludida y dijo que quería vivir en su país. Concertaron una cita para conocerse, ella se arregló con esmero, un vestido informal que resaltaba sus bonitas piernas; temía no gustar y por eso le emocionó tanto sentirse deseada. Se besaron, él aclaró que tenía esposa e hijas pero podrían disfrutar un encuentro furtivo con una condición: no debiera repetirse. Quedaron en un modesto hostal oculto al que Irene llegó con mayor entusiasmo que a los hoteles de cinco estrellas habituales en sus viajes familiares. Dentro de la pequeña cámara se amaron con ternura y con fuerza una prologada tarde de verano. Ya por la noche, Irene salió con unos zapatos de tacón alto entre sus manos, nuevamente tan feliz como esa chiquilla que antes se había escondido.
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