Julio Malo de Molina

Amor de verano

Cuando sopla el levante en la Ciudad de los Vientos, las largas veladas propician encuentros furtivos

Julio Malo de Molina

Cuando sopla el levante en la Ciudad de los Vientos, las largas veladas propician encuentros furtivos. Puedo relatar uno que tal vez me sucedió, o lo soñé, o le ocurrió a un amigo quien lo contó con detalles novelados. Nadie percibe el apresurado deambular de los amantes ocasionales por las estrechas calles oscuras. Hay un hostal que siempre dispone de habitaciones para acoger encuentros con discreta urgencia. No preguntan nada, el recepcionista desliza la llave y dice con un sigilo que contribuye a la magia del momento: «la 12, en el primer piso». Tampoco pide nada pero se sabe que han de dejarse 30 euros en efectivo sobre el mostrador. La habitación es amplia y dispone de una cama grande y poco más, el aseo es pequeño pero suficiente. La número 12 disfruta de un amplio cierro a la calle ruidosa. Hay que dejarlo abierto, el «abanico» que cuelga del techo justo sobre la cama resulta insuficiente para sobrellevar el calor en el interior de la casa que contrasta con la calle fresquita. Ella dijo que se llamaba Raquel pero se trataba de un nombre improvisado para ocultar el auténtico sin más motivo que introducir morbo en la aventura. Añadió que trabajaba de cajera en un supermercado y eso tampoco era cierto, ninguna chica con un trabajo así lleva una cartera con dos visas oro. Las vi por casualidad, cuando buscaba los tres billetes de 10 euros que dejó en la entrada. La tomé dos veces, la primera con ternura, la segunda con furia. Me mordió el cuello y pensé que intentaba así marcarme y mi pareja sabría que había compartido el amor también con ella. Lo entendí y acepté la señal y su significado.

Me recitó un poema de Neruda, y le pedí que lo escribiera. Mi trofeo sería ese papel que extrajo de su bolso y la letra firme y elegante mediante la cual trazó los versos con la delicadeza de quien caligrafía un kenji: «No lo había mirado y nuestros pasos/ sonaban juntos./ Nunca escuché su voz y mi voz iba/ llenando el mundo./ Lo sentí junto a mí, brazos ardiendo,/ limpio, sangrante, puro./ Y mi dolor, bajo la noche negra/ entró en su corazón». Supe que omitía algunos versos y entendí que así describía mejor sus propios sentimientos. No declamaba a Neruda, utilizaba las palabras para componer su propio poema. Se levantó de forma apresurada, no se duchó, sucia de sudor se arregló la camisa y la falda, salió descalza y dejó sus zapatos. Yo me quedé largo rato, no tenía prisa, en la cama recordé con sabrosa delectación una aventura que habría olvidado de no ser por su papel con el poema. Al partir miré sus zapatos planos y escotados, me gustan esos zapatos, fue la primera cosa que me llamó la atención de ella cuando la conocí.

Una historia que se repite cada noche de levante y cada cual relata a su manera aunque sólo las calles del alba la conocen bien, no se puede engañar a una ciudad tan vieja. Recuerdo a ‘Ulrika’, el único cuento de amor que escribió Borges, fascinante aventura que se produce con frecuencia pero siempre sorprende cuando llega. Imaginar ahora la piel delicada de aquellos pies sobre el duro pavimento emponzoña mis sueños, y remite a una sentencia del Tao-Te-King, libro de la sabiduría dictado por Lao-tse camino del exilio: «El agua blanda hasta la piedra acaba por vencer. Lo duro pierde.».

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