Ramón Pérez Montero

Amígdala

Cada vez que intuimos un estado de riesgo vital optamos por vender cara nuestra piel

El Cuerpo de Cristo que sus fieles veneran ha de ser resguardado en un sagrario. El motivo que se esgrime para ello es el de protegerlo. Pienso que la razón es la contraria: los creyentes lo encierran en ese receptáculo para protegerse ellos mismos de la cólera de Dios y del miedo que les inspira. Sólo en contadas ocasiones abren aquella puerta para llegar a una necesaria reconciliación. Después lo ponen de nuevo bajo llave.

Le encuentro a este rito religioso una raíz neurológica. Todos nosotros tenemos nuestro sagrario personal en el cerebro. La amígdala pasa por ser el centro del miedo y la rabia. Algunos lo llaman cerebro reptil. Un vestigio evolutivo de cuando aún nos arrastrábamos por la tierra, cuando nuestra supervivencia dependía en exclusiva de estos dos resortes primarios que bien nos empujaban a huir o a defender con saña nuestro territorio. Lo dicho, el miedo y la cólera. Los dioses nacen de nuestros instintos más primarios. Nuestros ritos nos delatan.

La amígdala, lejos de ser un trastorno para nuestro cerebro humano actual, continúa desempeñando un papel básico en nuestras vidas. Nos ponemos en manos de sus ágiles reflejos en aquellas ocasiones en que la reflexión retardaría mucho la toma de una decisión crucial para nuestra supervivencia, individual o como grupo. Cada vez que intuimos un estado de riesgo vital optamos por vender cara nuestra piel o por escapar con el rabo entre las patas. Sin caminos intermedios. Los hay que en lugar de asistir a misa se van al fútbol los domingos. En realidad se trata de idéntica liturgia. Tanto unos como otros abren la puerta de sus sagrarios para permitirle a la amígdala expresar sus emociones primitivas. Constatamos que continúa viva alimentándonos mínimamente del poder espiritual, o salvaje, que nos otorga. Tras esa comunión puedes volver a ser el ejecutivo calculador o el amable boticario.

Cuando nos comportamos como gente civilizada es porque, según recientes descubrimientos neurológicos, otros dos centros cerebrales relacionados con el aprendizaje superior, nuestras cortezas cingulada y dorsolateral preferente, coordinan sus esfuerzos a fin de silenciar las exigencias de la amígdala. Podemos pasar de ser una persona de orden a convertirnos en una fiera con sólo accionar uno de esos interruptores. Debemos concluir, pues, que la amígdala cumple con su función, pero también debemos ser conscientes de los peligros que entraña el dejar el volante en sus manos. Digamos que no resulta conveniente poner a la amígdala al mando. Mejor bloquearla cuando otro conductor no respeta un ceda el paso, cuando nos cruzamos en la calle con el violador de nuestra hermana, cuando tenemos que hacer hueco al inmigrante, cuando debemos enjuiciar al que hizo uso personal del dinero de nuestros impuestos, cuando otros declaran su amor a un credo o a una nación diferente.

Bahutu y batutsi, serbios y bosnios, sirios de Isis y de Bashar al-Ásad no se masacran entre ellos porque no hayan sido capaces de romper sus anclajes tribales, sino porque en los momentos críticos dejaron las riendas en manos de la amígdala. Se percibe ahora cierta tensión entre nosotros en estos momentos de frustración profesional de muchos, de pugna entre los partidos tradicionales y los emergentes, de pulso entre los diferentes nacionalismos, de corrupción generalizada. Si nota cómo su amígdala quiere hacerse dueña de la situación, mejor váyase a comulgar o a celebrar los goles de su equipo.

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