Álvaro Holgado
Todos mis amigos están tristes
Mi generación es tan absurda en su querencia por el conocimiento de lo que le apasiona que es capaz de ir a la universidad aún sabiendo que ya no te garantiza nada
Es difícil sentirse parte de algo hoy. Los muchachos que todavía no hemos pasado la treintena sabemos de lo que hablamos. Nacimos en un mundo donde de golpe y porrazo pasamos de la placeta del barrio a construir una identidad paralela en algo que más ... tarde llamaron redes sociales y así, de sopetón, aceptamos que llegada la edad adulta alguien supiera exactamente cómo nos gustaba vestirnos, las películas que nos hacían vibrar o los temas sobre los que nos gustaba discutir de vez de en cuando. Mi generación es un ente extraño. Atrapado entre lo que debe decirse públicamente y lo que se guarda para los chats privados donde igual ocurren constantes conspiraciones que desiertos conversacionales que se pierden en las aplicaciones de mensajería y jamás son rescatados. Un chat inactivo es algo así como el chaval que se fue del pueblo; nos cruzamos dudosos en la calle de cuando en cuando pensando en si merece la pena contarse lo vivido.
Los que sí están activos, por el contrario, son mayormente una ráfaga de lectura que solo el amor fraternal justifica. He tardado menos tiempo en leerme un capítulo de Los Hermanos Karamazov que en algunos desfogues en Whatsapp. Últimamente solo se trata de eso. De buscar un ojo amigo que sirva de cómplice a lo que nos ha tocado. Somos tan precarios que hemos asumido como una victoria no ser pobres de solemnidad. Agradecemos una compra de una madre como unos fondos europeos. Las horas de trabajo, por su lado, si lo hubiera, ni las contamos. Y sin embargo, cada vez me resulta más llamativo cómo alguien se puede apegar a una vocación que destroza o a un esfuerzo último por conseguir al menos la satisfacción propia, el orgullo de lo bien hecho.
Mi generación es tan absurda en su querencia por el conocimiento de lo que le apasiona que es capaz de ir a la universidad aún sabiendo que ya no te garantiza nada. Son datos: en 2020, por primera vez en la historia de España había un mayor porcentaje de población adulta con Educación Superior que con estudios inferiores a la segunda etapa de Educación Secundaria. Algunos podrían achacarlo a ese mito de que la generación del Baby Boom enseñó a sus hijos prometiéndoles que allí se encontraba un futuro mejor. Yo no lo creo. Aunque en este caso no sean datos.
Quizás fue solo suerte, pero recuerdo exactamente las caras de quienes me acompañaron cuando estudiaba en la facultad. Esa mirada pasmada en el cine, gastarse los cuartos en el teatro sin venir a cuento, echar una noche bailando mal la canción que descubríamos en un concierto o el sentir que si no te leías el libro de la mesita de noche no tenías conversación para el día siguiente. Algunos aducirán que éramos unos privilegiados y probablemente lo fuéramos.
También nos llaman generación de cristal con sus santas narices. Y puede que tengan razón. Mi generación es hermosa y lo hermoso, depende de cómo se mire, es frágil. La belleza dura un segundo. Mi mayor tristeza es que vivo en un país que no está sabiendo valorarlo. Somos números, culos en la oficina, depende del curro, que apenas llegan aún a comprender lo que es una casa porque pagar el alquiler es un asunto tan peliagudo que, como decía Brecht, «te hace cambiar de país como de zapatos». En la tele veo a un señor gritando en la noche electoral que me habla de cosas que no termino de comprender cómo pueden decirse en el tiempo en el que vivo. Lo sé porque he tenido la suerte de estudiarlo. Vuelvo a Brecht y solo pienso en el final del poema: «Nosotros que queríamos construir el camino hacia la amabilidad, desgraciadamente no pudimos ser amables. Por eso, cuando lleguen los tiempos en los que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia».
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