Álvaro Holgado

Todo lo que fue sólido

El nostálgico, el pelmazo del pasado mejor, es un ser capaz de incomodar a cualquiera si se lo propone, grita mucho y últimamente se le ve demasiado

Álvaro Holgado

Esta semana cumplí 28 años. No hace falta que me felicitéis si llegáis tarde. A menudo, cuando llega el día, me produce una extraña sensación de alivio el olvido incluso de los más próximos porque yo, al fin y al cabo, sigo igual. Todo sigue ... igual. A excepción de que, como cantaban los de Él Mató a un Policía Motorizado, ahora «todo el mundo es más joven que yo» cuando me presentan a gente nueva.

Ya ves, antes definirse era sencillo y ahora, cuando se traspasa el simple «a qué te dedicas» y pasamos a preguntas más precisas sobre cómo he llegado aquí, todo es algo confuso y solo me tranquiliza la sensación de que explicar es difícil porque he vivido. Todo lo que pude y pueda, que para eso no he llegado a los treinta y otras preguntas más incómodas todavía no aparecen en las conversaciones.

Siento, aún así, la necesidad de escapar de cualquier tipo de nostalgia, que a tenor del tiempo que vivimos parece casi contracultural. El nostálgico, el pelmazo del pasado mejor, es un ser capaz de incomodar a cualquiera si se lo propone, grita mucho y últimamente se le ve demasiado. Igual sirve el adjetivo para un posfranquista que para un fanático de Star Trek, todos, claro con sus derivados antagonistas. Y así va la cosa, que últimamente me resulta tan difícil hablar de política en voz alta en un bar sin mirar a los lados como ir a la cartelera y no encontrarme el remake de turno.

Cuando lo llevas a la escala íntima, cada estoy más seguro de que la nostalgia solo propicia enfermos crónicos, incapaces de mirar hacia delante de puro temor. Creo que la poca cosa que he aprendido en estos años de vida en el mundo es que, precisamente, la vida sigue. Ya sea después de una ruptura amorosa, de abandonar una ciudad o que el Cádiz baje a segunda, la garantía de que el mañana existe es una promesa imprecisa pero convincente para seguir remando.

Hay quien podría decir que es ingenuo, y es difícil no estar de acuerdo, pero prefiero la ingenuidad que mueve al choque absurdo contra una pared que ya no existe o la cantinela repetitiva, cada vez con datos más precisos, de lo que pudo haber sido y no fue.

Existe en mi generación una sensación de estancamiento, de absoluta desidia, quizás por cuestiones como esta. Que los problemas de salud mental afloren como setas en mi entorno y en el de tantos no solo tiene que ver con que la precariedad o la inestabilidad social, sino también con esa idea terca de que nada va a cambiar salvo desastre.

En mi caso, ya hace tiempo tome la decisión de sacar el jugo a lo que me dejen. Vivir, con todas sus consecuencias. Rechazar lo seguro como imperativo y apasionarme, reír o llorar con la certeza de que, por sí mismo, cada día puede merecer la pena.

Por coherencia, me reservé todo este discurso mientras me tomaba las cervezas de rigor en la noche de mi cumpleaños. Por alguna razón macabra del destino, en el bar solo sonó tango durante horas y un grupillo de gente bailaba. Tango viejo, además. Un martes. Quién narices baila tango un martes, le decía yo a mi amigo en la barra. Luego, cuando todos se iban, se quedaron un par de ellos solos, totalmente evadidos, abrazados en una concentración armoniosa, bella, de mirada limpia entre los dos. Los gritos y el sonido de los vasos superaban ya casi el volumen de la música. Se convirtieron de repente en el ejemplo exacto de que, si uno se lo propone, puede buscar la felicidad hasta en los momentos más insospechados y que nada más importe. Ni pasado, ni presente, ni futuro.

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