Álvaro Holgado
La rabia
Todos miran a su alrededor con la hechura de una suerte de privilegio ético y moral
Siempre me ha fascinado, como si de un fetiche sexual se tratase, la victoria del pequeño frente al grande. Del débil frente al fuerte. De David contra Goliat. La astucia, la maña, ganando a priori, por puro azar, con una probabilidad de uno contra cien, ... a la fuerza bruta, al paternalismo o al mirar por encima del hombro. Es humano. Tendemos habitualmente a eso. Solo a través de la ignorancia, la ceguera o el miedo somos capaces de posicionarnos con aquel que, con todo a favor, se atreve a pisotear al que parte en desventaja.
Son esas pequeñas victorias, de hecho, las que crean las mitologías más potentes, las que consiguen perdurar generación tras generación. Independientemente del país o el continente, las historias de ‘resistencia’ son las únicas capaces de emocionar sin ambages a cualquier colectivo. Es ahí donde se constituyen los antagonismos. De las palabras más gruesas del debate ideológico hasta las luchas intestinas de cualquier pueblacho que se precie. Toda resistencia, por su parte, se cree en «el lado correcto de la historia» y hemos engullido tantos relatos en el cine o en la tele, que hasta el más pintado en la barra de un bar se cree un Braveheart de la vida, o que su causa tiene una nobleza tal que a su lado la lista de Schindler es poca cosa.
Hoy escribo todo esto desde un bar de carretera. Pido el café, abro el ordenador y pienso que posiblemente alguien desde la barra me mira de lejos y me ve como un enemigo. Que en algún lugar del mundo alguien me odia. Y yo, que apenas me levanto de la cama solo pido que el mundo no se me caiga encima y llegar a fin de mes, me siento engullido por una ficción absurda donde elegir una palabra u otra me convierte directamente en el blanco perfecto para el grito furioso o la mirada agria de cualquier desconocido.
A izquierda y derecha veo grupúsculos que me enseñan banderas para que yo rabie como ellos rabian porque en teoría deberían de ofenderme. Si me quejo de la precarización de los jóvenes en las ciudades, resulta que soy un urbanita, para unos la izquierda caviar, para otros un burgués que no se ha partido en su vida el espinazo.
Si me quejo de que la educación o la cultura dejaron hace tiempo de ser pilares o aspiraciones del Estado, unos me llamarán elitista y otros que no entiendo que la principal misión de un colegio es preparar a los estudiantes de cara a esa cosa abstracta que llamamos mercado o que, yo que sé, que las criptomonedas son el futuro y no me estoy enterando de nada.
Por supuesto, si quiero mandarlos a todos a tomar por saco y volverme al pueblo a sacarme unas oposiciones, no solo estaré romantizando el campo, sino que además se me acusará de mamar de la teta del estado y no emprender. Ni el desertar del diálogo de besugos parece permitido.
Mientras tanto, no paro de oír aseveraciones solemnes apoyadas en un pastiche intelectual infumable, cuando no en la ignorancia misma que se resuelven siempre en el mismo punto: «La puñetera verdad». Y he aquí, observando a los creyentes, que se encuentran todos mis miedos. Sobre todo de aquellos que están dispuestos a morir con su verdad o suspirar condescendientemente desde su atalaya con tal de no mirar a los ojos al diferente.
Todos miran a su alrededor con la hechura de una suerte de privilegio ético y moral. Como si la incapacidad de entenderse o dejarse llevar por la rabia como borregos no fueran en el fondo motivo de vergüenza. Como si el débil, la auténtica resistencia, no fuera ahora mismo aquel que solo pide prudencia, cierta calma o un simple diálogo.
Eso, por desgracia, no salía en las películas y es, por si nadie se está dando cuenta, el inicio prototípico de los episodios más oscuros de la humanidad.
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