Álvaro Holgado

El niño y el dinosaurio

A menudo un niño tiene eso: es capaz de enfrentarse a lo sobrenatural porque a esa edad no se conoce la muerte sino la ausencia

Álvaro Holgado

Cuando era un niño quise domar el mar. Fue una tarde de estas de verano, en la que los críos se pierden, se aíslan o se encuentran de repente en relaciones fortuitas con otros críos que, por lo que sea, también sienten que se han ... perdido. Yo esta vez estaba solo. Bueno, o no tanto. Mi imaginación le había concedido al mar una entidad propia, casi maligna. Y ahí estuve dándome bandazos contra el agua, buceando tras la hostia y arremangándome el bañador al rato mientras me preparaba para otra embestida.

Es uno de esos recuerdos recurrentes que me unen todavía a Cádiz tras todo este tiempo fuera. Esa insistencia por ganar una batalla, de primeras, perdida es tan inspiradora como tierna. Por menos se han fundando países, mitologías, civilizaciones enteras. Un héroe frente a la inmensidad. Es curioso, pero creo que todavía me siento gaditano por imágenes intrusivas como esta. Me reafirman en algo que siempre he sentido: si es obligatorio elegir, mi única patria es la infancia.

Esa nebulosa de ser inmortal, infinito, siendo a la vez nimio, absurdamente inconsciente. A menudo un niño tiene eso: es capaz de enfrentarse a lo sobrenatural porque a esa edad no se conoce la muerte sino la ausencia. A la vez, una ola puede multiplicarte por diez en altura, pero no importa. La ignorancia ayuda al niño a enfrentarse al mundo, sí, con torpeza, pero con voluntad.

Todo esto me vino a la cabeza por un vídeo que se ha hecho viral en estos días. La cámara enfocaba a un niño ucraniano llorando desconsolado y que cruzaba solo la frontera. Llevaba un anorak que se parecía a uno que yo tuve, con el mismo pelo rubio que yo tuve. Me vino de pronto la tristeza absoluta que debe significar sentirte incapaz, desamparado de ti mismo tan pronto. Romper de golpe con ese pacto bello donde las cosas suceden a cámara lenta. Cualquier ser humano solo busca culpables después de ver algo así.

Enciendo la tele y veo tipos hablándome de las aspiraciones imperiales, de Putin, de comunismo, de armas, de darlas de no darlas, de una paz ingenua que nunca se va a conseguir, de una guerra ingenua que nunca se va a ganar. Los veo con aires de una sabiduría retórica e impostada, de esa que resuelve un debate ‘fast food’ pero que compensa solo y exclusivamente al que habla y a nadie más.

Pienso entonces que no hay símbolo más cristalino de la decadencia de una civilización que un niño muerto de miedo mientras los discursos de la práctica totalidad de su población giran en torno a cómo parar la masacre de un anciano con aires de grandeza y diez operaciones estéticas en la cara para luchar contra las arrugas.

«Los dinosaurios van a desaparecer», cantaba Charly García. Supongo que, mientras tanto, solo queda la insistencia, aunque quizás inconsciente, de que el mundo en que vivimos puede convertirse en otra cosa y que el odio contra la injusticia, aunque te desfigure la cara, todavía sirve para algo. Aquella tarde, mientras me peleaba con el mar a guantazos, mi madre me llamó para volver a casa. Cuando me preguntó que tal la tarde solo dije una frase: «Si me quedo un rato más, le gano».

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