La lorza
Miro las estadísticas y leo que en España más de 400.00 personas tienen trastornos alimentarios. Y pocas me parecen
Hace ya unos cuántos veranos que renuncié. No por falta de persistencia. A mediados de abril, me propongo seguir lo que yo llamo ‘La dieta del tomate’. Con el objetivo de lucir tipín en la playa se me ocurrió, allá por los años en que ... la panza dio un paso al frente de forma escueta, la idea peregrina de comer únicamente tomates durante tres meses. El primer día compré siete kilos de tomates. Por derecho. Y dos litros de aceite. «Es solo agua», pensaba. «Tomates aliñaos», pensaba. «Mi comida favorita», pensaba. Tan rojos, tan brillantes. Al tercer día, abro la nevera y el tomate y yo nos miramos. El tomate, para mí, ya tiene hasta cara. La de la viva imagen de la decepción. La del «otra vez tú». El tomate se convierte en gris. Soso. Es «solo agua», me digo. «Bebería la cicuta antes de comerme este tomate», me digo. Siento que incluso el tomate me hace ascos también. No hay amor ahí. «Contigo no, bicho». Y etcétera.
No había mucho recorrido en la idea. Era evidente. Pero seguro que tú las has tenido peores. El complejito, más tarde o más temprano, nos llega a todos. La lorza asoma. En mi caso vino cuando empecé a currar. Horas sentado. Devino la ansiedad. Y a comer. Rico, por favor. Que fluya la endorfina. Y ya ves tú, yo que había sido fideíllo toda mi adolescencia, que me comía el kebab de rigor después de las cervezas como si nada, ni me reconocía en el espejo.
Tampoco me afecta mucho. Yo que soy enemigo de la nostalgia, me suelo perdonar a mí mismo con facilidad. Sin expectativas de nada. Como soy. Pero sí que me quedo pensando de cuando en cuando qué narices me llevó a escoger los tomates como única forma de subsistencia. Miro las estadísticas y leo que en España más de 400.00 personas tienen trastornos alimentarios. Y pocas me parecen. La sensación a mi alrededor desde que tengo amigos es que la dictadura del vientre plano es solo el iceberg. Gordofobia lo llaman. Si solo fuera eso. Tenemos incrustado en el cerebro un canon de belleza entero. Implacable, además.
Desde hace unos años se fomenta aquello del «body positive», como si eso no dejara de evidenciar que hay cuerpos «negative» para la mayoría. Lo que se mueve de fondo es, como siempre, la vergüenza de los débiles. De los que no encajan. De los que lo tienen jodido. Si seguimos mirando estadísticas, está comprobado que los niños de las familias más pobres sufren el doble de obesidad. En el caso de mi generación, ya más tulliditos, estoy convencido de que hay una relación exacta entre la precariedad y la imposibilidad de conciliar ni las salidas al baño con el tipo de alimentación que llevamos. Paradójicamente, en una sociedad de consumo, cuanto menos tienes, más engordas.
Luego hay a quienes se les crucifica porque simplemente su constitución es así. Como si fuera algo malo. La excusa ahora es aquello de «la salud». Ya puedes tener todos tus análisis en regla certificados por tu médico de cabecera, que si pesas más de 90 kilos y subes una foto a tus redes sociales, estarán esperándote millones de hombres twitteros preocupadísimos. Lo de exponer en redes a parejas con cuerpos normativos y no normativos lo debatimos otro día. También a los de la secta del gimnasio, las proteínas y las criptomonedas. Que así junto, parece que no, pero el cóctel da, normalmente, arcadas.
Quizás, en el fondo, se trate de lo de siempre. La mayor enfermedad no es otra que aquella que te obliga a ver el mundo pequeño. Acotado. Incluso para los cuerpos. Yo te aconsejaría que no le des muchas vueltas. Y que cuando mires a tu lorza, si la hubiere, no le eches mucha cuenta. Como diría aquel, «ámala como a ti mismo». Al fin y al cabo, quererse una mijilla, sea uno como sea, salva a más gente de la que piensas. Y nunca está de más en su justa medida. Como los tomates.