Álvaro Holgado
Lazarillos
Mi primer contacto con la poesía de Alberti fue en el váter.
![Álvaro Holgado: Lazarillos](https://s1.abcstatics.com/media/opinion/2022/03/18/v/laza-kMjH--1248x698@abc.jpg)
Cuando era chico yo iba para santo. No en sentido figurado, como cualquier otro niño con ojos azulados, sino literal. Fue una creencia infundada durante un tiempo porque levantaba la mano tras la lectura en clase de religión. La monja preguntaba retóricamente: «¿Qué es la ... pascua?» Y yo sacando pecho de crío repipi contestaba: «¿A cuál se refiere a la de Moisés o la de Jesús?». Tenía truco, claro. En el aburrimiento de la tarde de infancia, un día me encontré en la estantería de mi hermana mayor un libro que ponía ‘La Biblia resumida para niños’ y ahí fue creciendo el engaño hasta que la realidad cayó por su propio peso.
Siempre me recuerdo la anécdota porque me reafirma en la idea de que la literatura siempre llegó a mi vida por azar. Al lado del cuarto de baño de mi casa, había una estantería. El negociado era sencillo. Mi primer contacto con la poesía de Alberti fue en el váter. Aquella elección fue tremendamente fructífera. Diez años más tarde, después de pasarme las semanas antes del examen de Selectividad tomando el sol en el parque, cayó un poema de ‘Ora Marítima’, rarísimo, del año 53. Fíjate tú, de Alberti. Una chavala que llevaba un mes encerrada en casa para sacar nota y entrar en Medicina salió llorando del aulario de ansiedad. El menda, sacó un siete.
Tuve tantas así que podría llenar el periódico entero. La cara de mi profesora cuando llevé en primero secundaria ‘El cartero de Neruda’, una novela preciosa pero subidita de tono para la edad, a la hora de lectura libre, sí que fue un poema. Lo cogí sin mirar. El más finito, menos de cie páginas, pensé. Luego me sirvió para, a pesar de ser pardillo entre los pardillos, tener un piquito de oro que me salvaba del ostracismo amoroso de mis gafas de Harry Potter y mi pelo de quinto beatle.
Luego, cuando me fui de casa y abandoné la estantería, en el bar al que yo iba en Granada había un camarero cordobés que resulta que estudió biblioteconomía en sus años mozos. Cuando yo hacía preguntas de perogrullo o decía cualquier ingenuidad, me apuntaba en una servilleta nombres de libros, que luego buscaba disciplinadamente en las librerías y bibliotecas. Tras leerlos, se lo contaba a mis amigos para darme el pegote, y estos me respondían con otros que yo también buscaba para seguirles el ritmo. Toda esa avalancha de citas, autores y discursos crearon un ecosistema donde, quizás, es fácil no percibir que se trata simplemente de un golpe de suerte tras otro.
Hace una semana se abrió un debate en redes sobre que los niños ya no leen. Que les aburre. Los apocalípticos ilustrados se pusieron las botas con esos lugares comunes que tanto gustan. Ya se sabe, aquello de la «sociedad aborregada» y tal. Una estupidez si partimos de que número de lectores frecuentes en España alcanzó, en 2020, el 52,7% del total de la población. Una prueba más de que leer no te hace ni más listo ni más tonto y que un libro, por más vueltas que se le dé al asunto, solo será lo que tú quieras que sea. Resulta que la queja fundamental viene, como el meme del estafador de las clases de inglés, porque «la literatura se estudia mal». Y sí, es evidente que los planes de estudios no son para hacerle la ola. También, aunque de esto, por lo que sea, se hable menos, que 40 alumnos por profesor no es el mejor contexto para enseñar a Lope de Vega.
Pero, en base a mi propia experiencia, diría que lo verdaderamente importante es aquella estantería al lado del cuarto de baño de mi infancia. La ignorancia que señalan los ‘todólogos’, aceptando que la hubiera, no viene, ya se ha dicho con datos, porque no se lea, sino porque el debate sobre lo que está escrito o el sosiego y la escucha propia del lector hace tiempo que brillan por su ausencia. Cualquier queja que no sea esa, solo huele al clasismo, cada vez más reconocible, de los que, si por ellos fuera, quemarían mis libros favoritos en la plaza mayor.